miércoles, agosto 14, 2019

Narcotráfico, extradición, paz y polarización en la historia reciente de Colombia

 ¿Por qué hay narcotráfico? 

En primera instancia porque hay una demanda de consumidores y el país con mayor demanda se llama Estados Unidos. Por tanto, este país campeón de la adicción, el microtráfico y la alienación psicotrópica carece de autoridad moral para dirigir la política o la justicia de otros países sobre el tema, dado que su justicia y su política no es capaz de eliminar el problema en su fuente. Adicionalmente, es preciso recordar que drogas como el alcohol y la mariguana fueron ilegales en algún momento en ese país sin resultado alguno, llevando finalmente a la legalización en todo el territorio o en algunos estados, que cada vez son más, para el caso de la “bareta”.

La “guerra contra las drogas” fracasó, como se evidencia en sus resultados después de medio siglo, pero a países como Colombia le ha tocado poner los muertos, sufrir la violencia y ver el impacto corruptor de esos dineros privados, que en ello no se diferencian de otros dineros privados de origen lícito (en ambos casos sirven por subordinar el interés público o Bien común, a los intereses particulares de unos pocos, es decir, el poder económico domina al poder político y corrompe la democracia).

La extradición es un mecanismo judicial que tiene sentido como cooperación internacional si es bilateral o de doble vía y si se refiere a delitos cometidos en el país que solicita la extradición. De otra manera es un atentado a la soberanía. Un gobierno que entrega a sus connacionales sin que hayan perpetrado delitos en el país solicitante, comete traición a la patria y viola el principio constitucional de soberanía. Y si el mecanismo se vuelve unidireccional estamos ante un sometimiento o subordinación inaceptables para una sociedad que tenga dignidad. Es, además, el reconocimiento de la ineptitud o incapacidad para solucionar la incompetencia de la justicia nacional. En otras palabras, es autolimitarse a una minoría de edad, como un pueblo incapaz de gobernarse a sí mismo y que necesita la tutoría de una autoridad externa. 

En todo caso, que haya o no haya extradición no exime de la aplicación de justicia. La extradición no define la impunidad o no impunidad. De hecho, en el caso del narcotráfico, la justicia estadounidense es proclive a la impunidad por su mecanismo de premiar soplones. Así, un alto número de narcotraficantes ha logrado la impunidad, para que eventualmente un escaso número de capos pague prisión extranjera, lo cual no ha llevado a la disminución del lucrativo negocio que simplemente cambia de caras y a veces de epicentro geográfico, pero sigue creciendo con sus secuelas debidas a la ilegalidad que impide la regulación. La solución, que debe implementarse a nivel internacional, es la legalización y la regulación, como se hizo en el caso del alcohol, la nicotina y la mariguana, minimizando sus impactos negativos. Solución que debe necesariamente complementarse con educación y calidad de vida.

Ahora vamos a la historia concreta de Colombia. Aquí la economía y la política en el nivel nacional están permeadas por los flujos monetarios del gran negocio, que al mismo tiempo siembra el desgobierno, nutre la violencia y afecta el medio ambiente en amplias zonas periféricas del país. También afecta con el microtráfico a las zonas urbanas debido a la carencia de oportunidades económicas y hoy ese microtráfico, y por ende el consumo local, se está expandiendo a municipios pequeños y zonas rurales. 

¿Podemos hablar de un narcoestado en Colombia? 

Aunque después de los acontecimientos de las últimas tres décadas del siglo XX y del posterior predominio de los carteles mexicanos se pretenda guardar las apariencias, la realidad es que el capital ilícito sigue moviendo buena parte de la economía y como en Colombia la precaria democracia se sostiene sobre un sistema clientelar en el cual el poder económico maneja el poder político, podemos reconocer que no hemos superado del todo esa condición de narcoestado de finales del siglo anterior.

En aquel contexto, tres décadas atrás, el país intentaba salir de los ciclos de violencia política que surgieron a partir de las guerras sectarias entre conservadores y liberales, y que luego cambiaron de signo bajo la geopolítica de la guerra fría. La gran oportunidad de pasar la página de la historia fue la Constituyente del 91 y los procesos de paz de la época, pero el mal manejo de la política de paz en los ochenta y la guerra sucia dejó por fuera a las FARC y el ELN (recuérdese el genocidio de la UP y, en menor medida, de A Luchar. Este hecho coincidió con la caída del muro de Berlín y la cortina de hierro. En cierto sentido se rompió el cordón umbilical de las FARC con el comunismo internacional, lo que llevó a esta guerrilla a una degradación política y ética en medio de la agudización y degeneración de la guerra (o ascenso de los extremos que llamara Clausewitz), al mismo tiempo que fortalecía como nunca antes su poderío económico y militar, siendo el narcotráfico el principal combustible económico. Toda esta historia llevó a las FARC a convertirse en el principal combustible político del nuevo fenómeno que polarizó al país: el uribismo. 

En la vuelta de siglo también se estaban produciendo cambios tecnológicos que han llevado a la transformación de la confrontación militar en todo el mundo. En Colombia eso se tradujo en golpes contundentes a la cúpula de los insurgentes. Este hecho, el aparente desmonte de las AUC por sus aliados en el gobierno y el nuevo contexto latinoamericano de sucesivas victorias electorales de diversas izquierdas, entre ellas varias provenientes de movimientos guerrilleros de otrora, abrió la posibilidad de un nuevo proceso de paz a pesar de que el fracaso del Caguán había cambiado las mayorías pro-paz en mayorías pro-guerra en la propia sociedad civil. Uribe lo intentó al final de su segundo período, pero fracasó. Santos asumió el reto de la mano de su hermano Enrique, con mejores posibilidades y con el aprendizaje de 3 procesos frustrados en 3 décadas sucesivas. Y ya sabemos que hubo “éxito” con todo y Nobel. Pero un éxito estrangulado por una polarización en el seno de la derecha que evoca el arcaico enfrentamiento sectario entre liberales (ahora santismo) y conservadores renacidos (ahora uribismo). Y con varios agravantes: no se solucionó el problema de la tierra, la vieja cuestión agraria; el paramilitarismo recicló en “bacrim” (bandas criminales); y el combustible económico, el narcotráfico, siguió intacto en la realidad campesina sin alternativas desde la apertura económica de Gaviria, menos cartelizado eso sí, pero canalizado por los carteles mexicanos.

La pelea menor entre el moderno Santos y el premoderno Uribe generó un saboteo al proceso, capitalizando el acumulado de miedos y odios que había dejado la guerra degenerada de los noventa y poscaguán. La polarización entre salida política y salida militar al conflicto se convirtió, por la pésima idea del plebiscito, en un enredo institucional que se sumó al repudio generalizado que las FARC habían atraído sobre sí mismas (sin desconocer que los desafueros de los paramilitares fueron mucho peores como evidencian las estadísticas y los hechos opacados por los medios pero explicitados en esfuerzos académicos como los del CNMH y sin olvidar la múltiples violaciones sistemáticas al DIH y a los DDHH perpetradas por la fuerza pública). 

Esta polarización coyuntural de la derecha opaca el verdadero debate político entre proyectos de sociedad y de estado, es decir, entre izquierda y derecha, a pesar de que en 2018 los protagonismos individuales dejaron a la derecha moderna sin chance y asombrosamente afloró la alternativa de izquierda democrática con Gustavo Petro, que representa un proyecto socialdemócrata de estado de bienestar y un liberalismo social colombianista. 

La derecha conservadora en el gobierno no quiere reconciliación sino venganza, quiere aprovechar el embrollo del acuerdo de paz para canalizar el odio antifariano, la crisis venezolana y el poder gringo, hoy en manos de la derecha conservadora afín (republicanos). Su gran anhelo es retroceder la rueda de la historia y regresarnos a la constitución de 1886. Aunque digan que están combatiendo el comunismo, un fantasma inexistente en Colombia (léase marginal), lo que desean es acabar con todo lo que huela a estado de bienestar y liberalismo filosófico, y por ahí derecho se llevan descentralización, paz y medio ambiente. Su proyecto es de guerra, autoritarismo, desigualdad y plutocracia, mezclado con la cleptocracia de siempre: la corrupción, el clientelismo y la mermelada. Esto incluye la aniquilación de la resistencia social mediante la combinación de todas las formas de lucha, es decir, usando hasta la eliminación física de los opositores, para así disolver los movimientos sociales, tal cual hacían las AUC, que sólo fue un instrumento temporal de una vieja estrategia de la élite conservadora agropecuaria. Y también puede incluir una fórmula de doble filo: una Asamblea Nacional Constituyente.

El pensamiento liberal moderno enfrenta entonces un tremendo desafío en Colombia, no muy distinto del que representa el populismo de derecha a nivel mundial. Al compartir con esa derecha conservadora la visión neoliberal de la economía, el liberalismo nada en la ambigüedad. Ese es el problema de liberales como Alejandro Gaviria o Humberto De la Calle. El liberalismo colombiano debe beber de su historia social de luchas populares, asumir la defensa de lo público, la política tributaria progresiva, el derecho garantista y la equidad, para converger con la izquierda democrática en una concepción de estado social de derecho que incluya de manera contundente los derechos de la naturaleza y la exploración de los derechos colectivos.

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