El pasado 7 de julio apareció una
trascendental declaración en el magazín Harper de los Estados Unidos con el
título A Letter on Justice and Open Debate, firmada por 150 intelectuales
de reconocida trayectoria. Entre estos
escritores, periodistas, historiadores y profesores están Noam Chomsky, Steven
Pinker, Francis Fukuyama, Garry Kasparov, J.K. Rowling, Salman Rushdie, Jenifer
Senior y muchos otros de diversas nacionalidades y profesiones. Esta carta pública la puede usted leer en su
original en inglés
y en su versión en español.
La médula del pronunciamiento es
el rechazo a “la disyuntiva falaz entre justicia y libertad, que no pueden
existir la una sin la otra”. Esta tesis en
defensa de la libertad de expresión y pensamiento responde a una situación en
la cual, según los firmantes, “resulta demasiado común escuchar los
llamamientos a los castigos rápidos y severos en respuesta a lo que se percibe
como transgresiones del habla y el pensamiento”. Y agregan: “Más preocupante
aún, los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de
riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de
reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas;
libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para
escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados
trabajos de literatura; investigadores despedidos por difundir un estudio
académico revisado por otros profesionales; jefes de organizaciones expulsados
por lo que a veces son simples torpezas. Cualesquiera que sean los argumentos
que rodean a cada incidente en particular, el resultado ha consistido en
estrechar constantemente los límites de lo que se puede decir sin amenaza de
represalias”.
El 19 de julio fue publicada La
Carta Española de apoyo al Manifiesto Harper’s, firmada por más de cien
intelectuales, explícitamente enfocada contra la cultura de la cancelación,
como resalta su subtítulo (ver
aquí). Entre los firmantes se
encuentran los filósofos Adela Cortina, Anna Estany, Antonio Diéguez, Fernando
Savater y Félix Ovejero, el psiquiatra Pablo Malo, el historiador argentino
Ariel Petrucelli, el escritor peruano Mario Vargas Llosa y una pléyade de
académicos, médicos, periodistas y artistas.
Los hispanoparlantes dejan en
claro “que nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos
sino globalmente contra lacras de la sociedad como son el sexismo, el racismo o
el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación
por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son
sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la
cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una
corrección política intransigente”. Y agregan: “Desafortunadamente, en la
última década hemos asistido a la irrupción de unas corrientes ideológicas,
supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad, y que
apela a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que
consideramos inaceptables”.
Estas expresiones no son
anecdóticas. Lo que ambas publicaciones
reflejan es un fenómeno cultural profundo que está desarrollándose en las
democracias occidentales: el despliegue de una ideología de la “corrección
política” que ha desatado un nuevo macartismo que, a diferencia del original,
se ubica en la izquierda del espectro político, en el liberalismo radical
identitario imbuido de supremacía moral y victimismo. Se trata de linchamientos
virtuales, persecusiones y censuras moralistas que atentan contra la libertad
de expresión, pues no responden a acciones, hechos o delitos sino a opiniones,
escritos, trinos o intervenciones orales, ya sea en foros públicos, lugares de
trabajo o en simples conversaciones. Los
casos que más han trascendido y han alborotado los medios se refieren a
personajes famosos, pero igual viene sucediendo con cualquier profesor,
columnista o ciudadano común que opina.
La libertad de cátedra, la libertad de prensa, el uso público de la
razón, son boicoteados por grupos de presión que dicen luchar contra la
opresión y defender causas de justicia. He ahí la novedad.
Hemos estado acostumbrados a las
persecusiones y los intentos de censura por parte de la extrema derecha
conservadora. Eso nada tiene de
extraño. Pero este nuevo fenómeno
desatado en el siglo XXI se origina en activismos de izquierda y va dirigido
contra figuras progresistas en una especie de espectáculo caníbal que la
derecha observa con una sonrisa de placer.
¡Bien que amerita un análisis!
Desde su surgimiento, el
pensamiento liberal ha tenido múltiples derivaciones y tensiones internas. La principal escisión, que ha perdurado
durante dos siglos, ha sido entre un liberalismo
político progresista que aboga por la ampliación de derechos sociales y
libertades públicas, y un liberalismo
económico que se centra en la libertad de mercado y minimización de la regulación
estatal. A esta última rama se le llamó
liberalismo manchesteriano, en la versión clásica del siglo XIX, pero con el
desarrollo de la teoría económica neoclásica, en el siglo XX dio origen al neoliberalismo
a partir de la Mont Pélerin Society y
las ideas de Friedrich Hayek y Ludwig von Mises. Esta línea neoliberal fue absorbida por la
derecha conservadora y en su forma más radical, por los Libertarian, seguidores de las incoherentes ideas de Ayn Rand. Desde
1980 el
neoliberalismo se ha vuelto casi hegemónico, agudizando la desigualdad,
desmantelando el estado de bienestar y convirtiéndose en sentido común.
Al mismo tiempo la izquierda en
confusión sufría la orfandad de teoría derivada de la decadencia del marxismo,
agudizada por el oscurantismo posmodernista.
La clase obrera, mitificada en la visión decimonónica de Carlos Marx
como el sujeto social y político en cuyos hombros se levantaba el futuro, fue
languideciendo como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, debido
al avance de la ciencia y la tecnología.
Y a pesar del aumento de la desigualdad y la concentración de riqueza e
ingreso, las reivindicaciones socioeconómicas pasaron a segundo plano,
desplazadas por reivindicaciones identitarias relativas a la discriminación
racial, el machismo, la diversidad en materia de sexualidad, entre otros. Temas
liberales como el aborto, la eutanasia, el matrimonio gay, la dosis personal
acapararon la atención. La contradicción capital / trabajo perdió el lugar
central. La izquierda derivó entonces
del marxismo al liberalismo radical identitario, de los movimientos obreros y
campesinos a los movimientos sociales de minorías étnicas (inmigrantes en el
caso de Europa), LGTBI, grupos feministas, de la lucha social y económica a la
lucha identitaria por el reconocimiento.
Los partidos de izquierda pasaron de la pretensión de ser los
intérpretes de las mayorías trabajadoras a convertirse en los voceros de una amalgama
de minorías, un archipiélago variopinto de grupos de presión. El enemigo a derrotar ya no era la clase
burguesa o la oligarquía, sino el varón blanco heterosexual, encarnación del
opresor por antonomasia, aunque no tenga un peso en el bolsillo. Las masas trabajadoras, en algunos países,
fueron cooptadas por la derecha con discursos populistas. Y al revés de lo que planteó Marx, la
mentalidad progresista se asentó en estratos sociales relativamente altos y con
mejor nivel educativo, mientras la mentalidad conservadora se arraigó en
sectores populares. De la lucha de clases se pasó a las denominadas “guerras
culturales”.
La vieja fractura entre
liberalismo político y liberalismo económico había sido, en la segunda mitad
del siglo XX, la partición ideológica de las sociedades desarrolladas occidentales.
A la izquierda el estado social y a la derecha el neoliberalismo, que en
realidad es un neoconservatismo, como el de Tatcher y Reagan. El espectro de los partidos políticos así lo
reflejaba. Desde la posguerra hasta los
años 80 el marxismo disputó al liberalismo social progresista (keynesianismo,
socialdemocracia en algunos países) el espacio político de izquierda. Tras la caída del muro Fukuyama proclamó la definitiva
victoria de la democracia liberal. Pero
en ese nuevo orden internacional lo que se impuso fue el “consenso de
Washington”. En ese contexto y dentro
del espacio de la “resistencia” se produce la nueva fractura del pensamiento
liberal progresista, como producto de radicalizaciones de sectores de los
movimientos sociales identitarios, con una nueva concepción de justicia social,
moralista y emocional. Se trata de un
fenómeno político, cultural, moral y filosófico, cuya complejidad apenas
empezamos a desbrozar.
Nota: en esta columna he
intentado una rápida aproximación histórica en el aspecto político. Si le interesa el aspecto filosófico puede
leer en el blog. Y un abordaje muy interesante del fenómeno
como cultura moral es el de Bradley Campbell esta semana en Quillette.
Campbell es coautor del libro The rise of Victimhood Culture.