Como si fuera poco todo lo que ha
sucedido en 2020, este mes de junio nos depara un extraordinario fenómeno
astronómico que tendrá un fuerte impacto sobre el planeta. En pleno solsticio de verano del hemisferio
norte, el 21 de junio, se producirá un raro eclipse anular de sol, y debido a
una tormenta solar habrá tres días de oscuridad en todo el mundo. Este extraño fenómeno producirá intensas
auroras boreales y afectará la ionosfera, lo cual podría dañar los satélites, interrumpir
las telecomunicaciones y afectar aún más la economía, ya de por sí deteriorada
por la pandemia. Esta noticia científica
(ver
NASA) no ha sido divulgada por los medios de comunicación, pues los
gobiernos temen que el pánico cause desórdenes y caos en las calles.
Si usted, estimado lector, se
tragó el cuento del párrafo anterior, sintió miedo o al menos le generó alguna
duda, significa que pertenece a la población vulnerable a la pandemia
conspiranoica. Si le produjo risa, o al
menos una sonrisa, usted es un lector crítico que ya tiene antígenos contra la
infección de fake news y “teorías
conspirativas”. En el ejemplo de arriba
el veneno está en “los tres días de oscuridad”, una simpática profecía
religiosa, algo que un bachiller sabe que no puede ocurrir (¿o será que no lo
sabe?). Tampoco se pueden predecir las tormentas solares ni éstas tienen que
ver con eclipses, un maravilloso fenómeno que no implica peligro alguno.
El lector crítico también
sonreirá con sano escepticismo ante las siguientes preguntas: ¿Es real el
SARS-CoV-2? ¿es de origen artificial? ¿se trata de una guerra biológica? ¿existe
la Covid19 o es un invento? ¿es la pandemia un macabro plan para un “nuevo orden mundial”?
¿o una trama para vender una vacuna o para dominarnos con un chip o para
matarnos con la 5G? ¿Las estadísticas de
contagios y muertos por Covid19 son exageradas o por el contrario son
minimizadas ocultando las verdaderas? ¿el dióxido de cloro (o cualquier otra
sustancia) es la cura plena de la patología pero la Big Pharma quiere ocultarlo?
Ante tales preguntas la mente vulnerable mostrará cierta predisposición
a creer que nada es por azar y que todo obedece a un plan urdido por los malos
contra los buenos. Y tenderá a exagerar
las capacidades de la ciencia o a subestimarlas, según conveniencia, con tal de
ver confirmado su prejuicio.
¿A quién va usted a creer, a mí o
a sus propios ojos?, preguntaba Marx, no Carlitos, sino Groucho. La broma tiene carga de profundidad. Ilustra perfecto la hazaña de los siglos XV
al XVII, cuando un puñado de empiristas se rebeló contra el argumento de
autoridad y el dogma, pariendo lo que se conoce como la revolución
científica. Pero el asunto no es tan
sencillo. Durante miles de años los
humanos fueron terraplaneros, en perfecto acuerdo con lo que los ojos mostraban. Probar la redondez de la Tierra, como hizo
Eratóstenes hace 2.300 años, exigió observar mejor, no agudizando la vista sino
el pensamiento, pues había que mirar y medir sombras y hacer cálculos.
En los últimos 500 años se probó
hasta la saciedad la redondez de la Tierra como verdad objetiva. ¿Cómo es
posible que haya en la actualidad creyentes en la planitud del planeta? El lector podría hacer el mismo ejercicio que
realicé para dilucidar este asunto.
Entrevisté a estudiantes universitarios y los desafié a refutar la tesis
terraplanera sin ayuda de google. La
mayoría no pudo ofrecer argumentos experimentales que se basaran en última
instancia en sus propios ojos. En otras palabras, habían pasado por la escuela
y aprendido que la Tierra es redonda o esferoide de una manera dogmática. O como diría un fanático terraplanero,
“fueron adoctrinados”.
Y esa no es la única falla del
sistema educativo. Antes del presente
siglo los niños tenían un escaso acceso a la información y el
conocimiento. La mayoría no tenía
enciclopedias en sus casas y las bibliotecas en los colegios, si acaso
existían, eran pobres en contenido. Hoy
llevan en el bolsillo mucha más información y conocimiento que la mejor
equipada de las bibliotecas de antaño. Pero
en ese mismo bolsillo hay toneladas de basura, desinformación, mentiras y
estupideces de toda índole. Y mientras
la buena información hay que buscarla activamente, la desinformación te llega
sin esfuerzo gracias a las redes sociales, que se parecen a los arroyos de Barranquilla
cuando llueve y arrastran cualquier cantidad de basura que gente irresponsable
arroja en ellos. Tanto que se precia el
Ministerio de Educación de la enseñanza por competencias y los estudiantes no
aprenden la más básica de todas en el mundo actual: saber filtrar la
información, distinguir el grano de la paja.
Estas dos falencias, la enseñanza
dogmática y la incapacidad de filtrar la buena información, son sólo ejemplos
de una problemática más general del sistema educativo: no hay enseñanza – aprendizaje
de pensamiento crítico. Y si no hay
pensamiento crítico, no hay ciudadanía.
En tal caso somos súbditos de la confusión, fácilmente manipulables,
animales hackeables, rebaño sin inmunidad.
Ese es el caso del conspiranoico común, cuyo perfil
psicológico es el de un crédulo que se cree incrédulo. Por eso no suele ser creyente de una sola
“teoría conspirativa”, sino de muchas.
Empecemos por diferenciar dos
tipos de conspiranoicos: el productor y el receptor. Mientras el receptor es un ingenuo que no
sabe que lo es, el productor es probablemente un avivato que saca ventaja de la
ingenuidad de una audiencia y se lucra con ella. Suele suceder que el conspiranoico productor de
“teorías conspirativas” es un cínico que ni siquiera cree en ellas, pero aún si
se cree su propio cuento, al menos es evidente que hay una racionalidad
económica detrás y, a veces, política.
En contraste, el conspiranoico común es un receptor crédulo y un
replicador acrítico, y como todo alienado juega para el equipo contrario al
meterse un autogol.
Otra distinción es entre
conspiranoias absurdas y plausibles. Lo
que caracteriza la conspiranoia no es lo estrafalario de la creencia, que es
algo sólo aplicable en algunos casos, sino la narrativa del ocultamiento
adrede, la conspiración, y el acto de fé en esa narrativa con independencia de
las evidencias. ¿Y acaso no existen
conspiraciones reales? Claro que sí, pero el secreto sólo es posible en un
número bajo de personas afines, las conspiraciones reales son puntuales, no
perduran en el tiempo a través de décadas o generaciones, y son vulnerables a
la investigación desde múltiples ángulos institucionales y geopolíticos. Los
engaños masivos, como la religión o ciertas ideologías políticas, no son
fenómenos que se expliquen como una conspiración. El traje invisible del emperador es
psicología de masas.
Creer que el virus no existe o
que la pandemia es un invento es absurdo, pues choca de frente contra todo
conocimiento geopolítico y sociopolítico, así que se cae de su peso de
entrada. Pero creer que el virus salió
de un laboratorio por algún problema de bioseguridad o que podría ser un
artefacto, es decir, un virus modificado técnicamente tiene cierta
plausibilidad y merece ser investigado.
El problema del conspiranoico es que no investiga sino que prejuzga,
llevado por su pereza mental y compulsión de sospechar, y de ahí en adelante
opera el sesgo de confirmación y se hace refractario a toda evidencia contraria
que sea producto de investigaciones serias.
Prefiere creerle a un youtuber
que a Nature. Su afán no es conocer la
verdad objetiva sino confirmar su prejuicio a como dé lugar.
Algunas conspistorietas son inocuas,
estrafalarias y hollywoodenses, como la invasión de los reptilianos, los
extraterrestres del Área 51 o el lunático montaje de los
alunizajes. Pero hay otras que se
basan en el temor a nuevas tecnologías desconocidas, exagerando sus riesgos o
inventando efectos inexistentes. El problema en estos casos es que el ruido paranoide
entorpece la deliberación pública racional y basada en evidencias.
En la primera mitad del siglo XIX
se temía la velocidad de los trenes y sus posibles efectos en la salud, pese a
que no rebasaba los 50 km/h. Hoy esa
historia da risa. También sucedió lo
contrario. Por ejemplo, la pintura undark, que era radiactiva no generó
desconfianza y se puso de moda en 1917.
Se la untaban hasta en uñas y dientes.
Una moda letal.
El riesgo tecnológico siempre debe
investigarse y evaluarse. Hay una larga
historia de tecnologías perjudiciales para la salud y el medio ambiente,
empezando por el uso de los combustibles fósiles. ¿Cuántos muertos y heridos genera la
industria automovilística por accidentes y contaminación local y global? Pero las sociedades definen su cuota de
riesgo aceptable y prefieren no prescindir de tecnologías útiles o cómodas.
En la “guerra del ozono” entre
1974 y 1980 los científicos críticos de la industria de aerosoles y
refrigeración tuvieron razón sobre el efecto de los gases CFC. Y la historia también le dio la razón al
científico Claire Patterson en su lucha contra el plomo en la gasolina (ver episodio 7 de la
serie Cosmos, segunda época), el mismo elemento que había envenenado a los
romanos con sus plomerías. Otro caso es el asbesto
usado en la construcción y cuya prohibición en Colombia fracasó 7 veces en el
Congreso hasta que por fin se aprobó en 2019 gracias a la presión ciudadana y
las recomendaciones de la OMS. Pero en todos esos casos son científicos
los que prueban el efecto nocivo, no youtubers
ni influencers, ni autores de libros
con hambre de ventas.
En contraste, el resultado
evaluativo de las investigaciones científicas sobre la relación entre vacunas
y autismo es negativo, el proyecto
HAARP no tiene ni el poder ni la peligrosidad que se le atribuye y los chemtrails son completamente inocuos.
También ha salido negativo el estudio sobre posibles efectos nocivos de
antenas y torres electrícas. Y con las 5G, una tecnología nueva que nada tiene
que ver con la pandemia, las investigaciones están en curso sin que hasta ahora
haya señales de algún efecto nocivo. Sin
embargo, debe investigarse más, no sólo en el aspecto físico y sus efectos en
salud, sino sobre todo en las implicaciones sociales y políticas de la
integración de un conjunto de tecnologías informáticas: lA, internet de las
cosas, Big Data, robótica.
El campo de las llamadas “medicinas
alternativas” es otro terreno fértil para “teorías conspirativas” estafadoras, que
en este caso se mezclan con pseudociencias, un fenómeno diferente que tendremos
que abordar en otra ocasión.
En la segunda parte (próxima
columna) desnudaremos algunas teorías conspiranoicas sobre la pandemia actual
que se volvieron virales en 2020.
Mostraremos cómo se originan en grupos de extrema derecha asociados a
sectores religiosos y militares. Y analizaremos por qué personas de izquierda
tragan entero estas publicaciones y se convierten en idiotas útiles de la
derecha al multiplicar su difusión.