lunes, junio 06, 2022

Las luces perdidas de William Ospina


La siguiente crítica literaria fue publicada en El Heraldo de Barranquilla, cuando lo dirigía Gustavo Bell Lemus.  Si no recuerdo mal fue en 2005.  En esa época yo era un admirador del librito La franja amarilla de William Ospina y por ello compré otro volumen de ese autor, titulado Los nuevos centros de la esfera, una recopilación de ensayos. Por entonces no había leído su obra literaria de ficción y hasta el día de hoy sigo sin hacerlo.  Pero si seguí leyendo a través de los años sus ensayos en la prensa o libros como La lámpara maravillosa y Pa que se acabe la vaina. Por ello fue una sorpresa cuando en las elecciones de 2014 Ospina decidió apoyar al candidato uribista Óscar Iván Zuluaga, quien iba en contra del proceso de paz.  Así que en 2022 ya no sorprende tanto su apoyo desde hace meses a la candidatura del demagogo y charlatán Rodolfo Hernández, un personaje nefasto que está imputado por corrupción y llamado a juicio.  Hernández cuenta también con el apoyo del uribismo.

Al mejor cazador se le va la liebre.

Por Jorge Senior (El Heraldo, 2005)

El autor de La Franja Amarilla (texto que debiera ser lectura obligada en secundaria) tiene fama de ser una de las “mentes lúcidas” del país y uno de sus mejores escritores.

Pero en su artículo Lo que nos deja el siglo XX aparecido en revista Número (5) y en su libro Los nuevos centros de la esfera (2001), definitivamente se le fueron las luces, se le apagaron las luminarias como le sucede a nuestros estadios en pleno partido.

En estas páginas, Ospina se dedica con su brillante retórica a satanizar la civilización occidental al mismo tiempo que mitifica el pasado y las culturas no occidentales.  Con sevicia y alevosía, sobreseguro y a mansalva, Ospina selecciona aspectos negativos de la sociedad moderna, los generaliza y absolutiza como si esa fuese la realidad total de la cultura occidental.  En un análisis completamente maximalista de maniqueísmo rampante y desbocado el escritor tolimense termina dibujando una vil caricatura de la realidad.  Todo es malo para él: la industria, la ciencia, la tecnología, la técnica, la razón, religiones, filosofías, ideologías, el Estado, el mercado, el ocio, el trabajo, la pornografía, el progreso, en fin. Lo único bueno, según él, es el arte.

Dice Ospina que sólo el arte es bueno, con el peregrino argumento de que si el arte es malo entonces no es arte (¿por qué no aplicó ese brillantísimo argumento lógico a los otros aspectos del potencial humano?).  Sólo el arte no ha traicionado ni al hombre ni al mundo, dice el autor, aunque unas páginas más atrás había dicho que la poderosa sociedad industrial convirtió a la disidencia artística en simple moda, abrió las puertas de sus empresas a los músicos de vanguardia, asimiló los lenguajes del teatro del absurdo y del arte pop, etc. ¿Al fin qué?

Lo curioso es que en su afán maniqueo el escritor llega a sublimar el canibalismo (comer al otro para asimilar sus propiedades) y alaba, ohh... aquellas guerras de antes donde el honor resplandecía. No desconozco la ética del guerrero, pero la realidad cruda era que había que destripar al enemigo con una lanza, amputarle el brazo de un sablazo o mocharle la cabeza con hacha y luego robar sus mujeres y niños.  En el caso de la conquista de América el autor olvida que dos puñados de españoles lograron triunfar respectivamente sobre los dos imperios, azteca e inca, no tanto por las armas, sino gracias a la división entre los nativos y a las creencias que tenían. En el escrito hay también errores puntuales, como atribuirle a los bombardeos aéreos las peores masacres de la primera guerra mundial, cuando eso sucedió en la segunda (admito que esto no es esencial para el argumento).

Aunque no lo reconoce explícitamente, en el texto se escucha el eco de la bazofia posmodernista (“es necesario reencantar el mundo”) y del intelectual nazi Martin Heidegger con su tesis del “olvido del ser” que Ospina expresa como “el hombre, criatura extraviada que ha perdido su lugar en la armonía cósmica” (¿”armonía cósmica”? ¿existe tal cosa?).

William Ospina suelta perlas como las siguientes: “en el neolítico las necesidades básicas del hombre estaban satisfechas” (según él eso lo sabe cualquier antropólogo); “la civilización es la barbarie”; Cita y aprueba a Scheler: “el hombre es la vía muerta de toda la vida en general”; “el imperio omnímodo de la física como única explicación del universo precipitó a vastos sectores de la juventud y del llamado mercado laboral en la drogadicción trivializada y masiva”. ¿Qué tal?

El autor evoca a Hölderlin que “anunció el eclipse de la razón y el retorno a la embriaguez creadora”. He ahí la típica manifestación del romanticismo bohemio que atraviesa todo el canto poético, en prosa apasionada, que es este olvidable ensayo.

Lo grave es que muchas de las críticas de Ospina –que comparto en cierto grado- tienen mucho de verdad, pero el tono maximalista y maniqueo de todo el discurso lo lleva a no matizar ni precisar el blanco del ataque, sino a disparar como ametralladora contra todo lo que se mueva, cayendo indiscriminadamente como víctima de su estética verborrea, no sólo lo malo, sino también lo regular y lo bueno de nuestra sociedad moderna. Desde su ángulo la penicilina o la pisada del hombre en otro cuerpo celeste son apenas insignificantes anécdotas (aunque de seguro serán recordadas por milenios).

Dice Ospina que sólo los artistas fueron conscientes de que “el saber era un peligro para el mundo”. Eso es falso de toda falsedad. Filósofos, científicos, políticos y hasta los mitos, lo han advertido desde tiempos inmemoriales. Mas esto no implica que la solución sea la ignorancia o saber menos o gritar como los falangistas españoles “¡Muera la inteligencia!”.  Lo que implica es que el saber, puesto que es potente, implica poder y por ende conlleva responsabilidad ética o se vuelve en contra del ser humano y la naturaleza. Ahí está el mito prometeico para recordarnos que la reflexión sobre el saber y sus peligros es antiquísima. Pero Ospina se pone del lado de los dioses y no de Prometeo que le regaló el fuego a los hombres.

En resumen, parece que a William Ospina se le fueron las luces, al parecer contagiado por el escritor paisa Fernando Vallejo, otro “lúcido” que le dio por escribir un libro contra la ciencia, haciendo un ridículo descomunal. Quizás la explicación está en que se dejó llevar por la rabia y el rencor. El autor admite en el prólogo que “en este libro heterogéneo conviven momentos de reflexión serena con apasionadas tomas de partido”. Sin duda este capítulo corresponde a lo último.

Post Scriptum: a estas alturas ya no creo que sea merecedor del título de "mejor cazador".