Cuenta un amigo que los hijos le preguntaron: “papá, ¿cómo era vivir en los 80”. Ni corto ni perezoso mi amigo les decomisó los celulares, apagó el WiFi, guardó con llave portátil y tablet, y les prohibió a sus atónitos vástagos que vieran canales distintos a los nacionales. La experiencia duró 24 horas y casi deja traumatizados a esos niños. No faltará quien diga que se trató de un caso de abuso infantil.
Hace más de un siglo que la
bombilla de Edison dio paso al díodo de Fleming y éste al tríodo de De
Forest. Así nació la electrónica. En la posguerra vendría el transistor de
Baarden, Brattain y Shockley. Así nació
la electrónica de estado sólido. Luego
vino el microchip de Noyce y Kilby. Así
nació la revolución digital. Ni era
atómica, ni era espacial, lo que tuvimos fue la era digital. El ranking de las mayores empresas se vio
revolcado drásticamente después de 1975, la revolución digital estaba en marcha. Primero fue el hardware, pero luego el
software se impuso, el imperio del algoritmo.
El mundo cambió, pero la
educación no. Ni los docentes, ni las
instituciones ni las políticas educativas se transformaron. Los estudiantes sí, pero en dirección
equivocada, a pesar de ser nativos digitales.
Hablo de la gran masa escolar, no del 1% de excelencia o el 10%
superior. Se proclamó la sociedad de la información y luego la sociedad del
conocimiento, pero lo que se obtuvo fue una superautopista de la desinformación
y una sociedad del entretenimiento.
Hoy cargamos en el bolsillo, a unos pocos click de distancia, la mayor y
mejor biblioteca que jamás haya existido, mil veces superior a lo que eran las
exclusivas bibliotecas de las mejores universidades del mundo hace apenas 30
años. Pero ese tesoro de información
está perdido y enterrado en una maraña de basura de todo tipo y rodeado de
distractores capaces de engolosinar a cualquier niño o adulto. Y ni los estudiantes ni los docentes actuales
tienen en su poder el mapa del tesoro.
Como los hijos de mi amigo, no
podemos vivir sin internet. Pero, ¿para
qué lo usamos? Tenemos el saber
acumulado de la humanidad a nuestro alcance, no obstante usamos el internet
para otras cosas, incluidos el copipega o plagio y la alienación adictiva de
las redes sociales y el entretenimiento.
Al hacerlo, optamos por la ignorancia de manera voluntaria.
En un escrito anterior titulado El fracaso de la pedagogía cuestionamos
los posgrados en educación por su ineficacia para mejorar la calidad de la
educación básica y media. En su columna
de esta semana en El Espectador, Julián de Zubiría reconoce esa realidad y
lanza tres propuestas, señalando en la tercera que “nunca vamos a consolidar la
lectura crítica de los estudiantes, si estas competencias no se convierten en
una tarea esencial en la formación de los docentes”, refiriéndose a “la
competencia argumentativa, el razonamiento númerico y la lectura crítica”. Coincido, pero creo que se queda corto. Primero, esas tres competencias deben
integrarse como pensamiento
crítico y abstracto que incluye la lógica, la actitud científica, la
detección de sesgos y falacias. En
segundo término debe complementarse con lectura en inglés, cultura o
cosmovisión científica y un entrenamiento específico a fondo en el
aprovechamiento eficaz del recurso cuasi-infinito de internet (manejar el mapa
del tesoro). En tercer lugar hay que convertir a la autodidáctica en la
capacidad fundamental del ciudadano del siglo XXI que tiene todo el
conocimiento a su alcance, único antídoto contra la ignorancia voluntaria. Todos esos aspectos deben servir para
replantear el currículo, tanto de los posgrados en educación como de la
educación básica y media.
La cultura o cosmovisión
científica en la educación era el proyecto de la Ilustración como fundamento
para la democracia, pero fue abandonado en el curso del siglo XX cuando hasta
las élites más liberales dejaron de concebir la educación como emancipadora y
se plegaron a la visión confesional y religiosa de las élites
conservadoras. Un modo novedoso de
cultivar la concepción científica del mundo y reintegrar el currículo
fragmentado es mediante cursos y proyectos formativos con el enfoque Big
History o Gran Historia. Ya en
Colombia hemos empezado a realizar este tipo de formación, una innovación
pedagógica que goza de amplia trayectoria en el mundo anglosajón como puede
verse aquí.
El problema de hoy no es la
carencia de información sino su exceso y mala calidad. El aprovechamiento eficaz de internet en el
proceso de enseñanza – aprendizaje, exige un buen entrenamiento en estrategias
de búsqueda y una aplicación particular del pensamiento crítico consistente en aprender a filtrar la información de
calidad frente a la avalancha de fake
news, teorías conspiranoicas, cámaras de eco y cadenas de propaganda,
manipulaciones y errores. Incluso debe
pensarse en dotar al sistema educativo de herrmientas de protección frente a la
desinformación. El punto es que todo
docente debe convertirse en experto en el aprovechamiento de los mejores
recursos que brinda internet en su área y mantenerse actualizado. Internet ofrece un potencial maravilloso para
el cultivo del intelecto, pero se ha convertido en un factor de distracción,
distorsión y nicho de realidades paralelas para lelos. La respuesta a tamaño desafío puede estar en
una educación enfocada a la formación de docentes, estudiantes y ciudadanos autodidactas,
a ver si así evitamos que la era digital sea la era de la ignorancia
voluntaria.
Publicado el 27 de septiembre de 2020 en mi columna Buhografías en el portal El Unicornio
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