Un maximalista es alguien que
tiende a ver la cosa política, la historia y la evolución social en blanco y
negro, todo o nada. No hay cambio, evolución,
logro o reforma que los alegre, pues viven en la amargura de un mundo
idealizado, una utopía que jamás se concreta. Bueno, al menos en los
maximalistas de izquierda, que son los referentes de este escrito.
Por ejemplo, para un maximalista la derrota de Trump no tiene mayor importancia, pues para esta forma de pensar el partido demócrata y el republicano son la misma cosa. No hay gran diferencia entre liberales y conservadores, muy a pesar de la intensa polarización de la sociedad estadounidense y la inmensa diferencia en la base social de ambos partidos y en sus políticas frente aspectos tan sustanciales como el cambio climático, la ciencia y la tecnología, temas sociales, tributarios, raciales o de género. Para racionalizar esta idea que va contra la evidencia suelen hacer cherrypicking, seleccionando a conveniencia las más derechistas actuaciones demócratas a modo de prueba. A veces les toca ir muy atrás en la historia para buscar ejemplos que favorezcan su tesis, sin profundizar en esos casos ni analizarlos de manera integral. Menos aún realizan un examen del proceso evolutivo de las agrupaciones políticas y sus proyectos políticos, como si los partidos y sus ideologías no cambiaran a través del tiempo. Si son ciegos a las diferencias entre los partidos o a los cambios a través del tiempo, mucho menos van a ver las diferencias dentro de cada partido. Por ejemplo, da lo mismo Biden o Kamala que Sanders o AOC.
En resumen, un maximalista es ciego a los matices y por eso sus “análisis”
son simplones, sobresimplificaciones.
Este mismo tipo de visión la encontramos en otros temas. Por ejemplo, la independencia frente a España por parte de los países hispanoamericanos no significó nada. Un simple cambio de amo. Y ni que decir de los procesos de descolonización en África y Asia tras la segunda guerra mundial. Los maximalistas tienen mucho en común con los conspiranoicos. Así como estos creen que un grupito de poderosos maneja el mundo, de similar manera, los maximalistas, cuando no son del todo conspiretas, creen que el imperialismo o el neocolonialismo es un poder absoluto, unificado, una opresión infinita que no deja margen de maniobra a las repúblicas ni a los pueblos. No hay contrapesos, ni matices, ni gradientes, ni complejidades en tales visiones absolutamente binarias, como si una nación-imperio, digamos Estados Unidos, no tuviera un pueblo en su seno y multitud de fuerzas y grupos diferentes en los aspectos político, ideológico, social, cultural.
Los “decoloniales”, otro ejemplo, consideran a “Occidente” el mal absoluto, aunque en la vida
personal gozan de sus logros, entonces dividen al mundo en dos: el norte malo y
el sur bueno. Porque todo maximalista es
altamente vulnerable al maniqueísmo, precisamente como consecuencia de su
ceguera ante los matices. La mirada
maniquea es la expresión moralista del maximalismo.
Para el maximalista la
socialdemocracia y el neoliberalismo son casi la misma cosa, ya sea que se examine
históricamente o en una coyuntura.
Logros como la Constitución de 1991 en Colombia son minimizados por los
maximalistas y los cambios reformistas son menospreciados. Debido a esa actitud terminan haciéndole el
juego a las contrarreformas y ayudan al retroceso. Son funcionales a la
derecha. Y además, con su ruido, confunden a las izquierdas y perturban los
movimientos sociales que buscan reivindicaciones concretas.
El progreso científico y tecnológico,
según ellos, no cambia nada, no es generador de cambios sociales, a pesar de
ser la mayor fuerza transformadora de la historia de la sociedad humana. Los grandes cambios en los modos de vida para
ellos son superficiales o aparentes, pues en el fondo todo sigue igual, nada
nuevo bajo el sol. De ahí que no sea
extraño que permanezcan fosilizados en el pensamiento, aferrándose
dogmáticamente a doctrinas o teorías del siglo XIX. Por ejemplo, este es el caso de marxistas de
viejo cuño, tengan 20 o 70 años de edad, que se quedaron respirando en la
atmósfera cultural de los años sesenta y setenta. Pero es seguro que no han
leido “La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo” de Vladimir
Ilich Ulianov. En la actitud maximalista
se nota la pereza mental, el facilismo, el nulo esfuerzo por enfrentarse a la
complejidad.
Pero el maximalismo no es una
enfermedad infantil exclusiva de la vieja izquierda. La supuesta “nueva izquierda” de carácter
identitario la sufre quizás en mayor grado dado que está infectada de varios
oscurantismos o anticientificismos. El
maximalismo daña los conceptos o categorías de análisis, pues los elastifica al
máximo y los vuelven amorfos con el objeto de lograr que la realidad binaria
que sus talanqueras les permiten percibir, quepa en ellos. Por ejemplo, los significados de origen de conceptos
como “fascismo”, “colonia” o “patriarcado”, languidecen cuando los inflan para
abarcar los más diversos fenómenos. Así
termina sucediendo que tanto Suecia como Arabia Saudí son patriarcales,
cualquier autoritarismo es fascista sin más, y por supuesto no hemos dejado
nunca de ser colonias.
La ideología radical liberal de
la “corrección política”, con sus exageraciones que llegan hasta el absurdo o
el ridículo, su “cultura de la cancelación” que atenta contra la libertad de
expresión y su victimismo patético, expresa nuevas formas de maximalismos a
tono con una mentalidad generacional pletórica de “ansiedad” y “depresión”. Es la psicologización de la política en una
extraña combinación de individualismo y totalitarismo. Pero este nuevo fenómeno, desafiante y
complejo, amerita un estudio más profundo y tendrá que ser objeto de otra
mirada del Búho.
Ya seguiremos elaborando aportes
en este proceso reflexivo sin fin. Por
ahora, te la dejo ahí.
Quizás solo faltó mencionar el tribalismo que lleva a esos posicionamientos maniqueístas que impiden apreciar los matices, un tribalismo que fosiliza las ideas, que erige dogmas contrarios a la libertad del pensamiento y de la crítica.
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