No hay crisis de la democracia, pero sí desafíos
(Debate con Lucía Picarella en noviembre de 2018)
Por Jorge Senior
Coja usted un periódico de
izquierda de los 60, los 70, los 80, los 90 o de este siglo, y encontrará que
siempre están hablando de la crisis del capitalismo. El uso confuso, difuso y profuso de la
palabra “crisis” hace que pierda todo valor heurístico y se convierta en un
subjetivismo propio de pensar con el deseo.
Como en el teatro, “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”.
La tesis que voy a sostener es
que no hay tal crisis de la democracia.
Más aún, sostendré que la democracia está en su mejor momento. Esto no significa que no haya problemas o que
se hayan logrado las promesas de libertad, igualdad y fraternidad del proyecto
moderno. Y por supuesto tampoco
significa que no pueda mejorar… o empeorar.
Estas dos últimas son verdades de Perogrullo, pero hay que decirlas ante
los excesos de optimismos y pesimismos.
¿Cuándo en la historia había
estado América Latina totalmente ausente de dictaduras? ¿Cuándo en la historia había tenido la
izquierda la oportunidad de gobernar en tantos países y por tantos períodos en
el subcontinente? Cierto es que la
experiencia arroja resultados agridulces y parece sufrir cierto agotamiento,
pero hay un Uruguay que saca la cara, un México próximo a iniciar su proceso,
una izquierda colombiana que acaba de alcanzar su máximo histórico inmensamente
superior a guarismos anteriores. Y la izquierda aún gobierna con vicisitudes y
contradicciones en 5 países más.
En Colombia los movimientos
cívicos de los años 70 y 80 y la institucionalidad lograron que el país en
rápido proceso de urbanización solucionara las necesidades básicas en materia
de infraestructura de servicios públicos.
Y en 1990 una nueva constitución garantista aniquiló la centenaria y
obsoleta de 1886, rompió el esquema bipartidista y generó una apertura
democrática, aunque sea una carta bicéfala que hibrida el estado social de
derecho con fórmulas neoliberales de política económica. Ya no vivimos en
estado de sitio permanente y, por ejemplo, las comunidades indígenas cuentan
hoy con un reconocimiento institucional como nunca antes se dio.
Mientras tanto, la democracia europea
superó la crisis financiera de 1929 y las dos peores conflagraciones bélicas de
la historia humana, el desafío totalitario del nazismo y el fascismo y aun así,
o quizás por eso, ha vivido ahora el mayor período de paz de su historia
durante ¾ de siglo, con la excepción de la guerra de los Balcanes. En ese lapso, en un marco geopolítico bipolar
que enfrentaba dos sistemas, la democracia europea fue capaz de inventar una
síntesis dialéctica de contrarios a través de la socialdemocracia, para
construir así las que se pueden considerar las mejores sociedades que han
existido en la era moderna de los estados nacionales. Me refiero al estado de bienestar, que
integró logros liberales con frutos de las luchas socialistas en una economía
de mercado regulada por un estado fuerte y con sentido social. La socialdemocracia de los 70 y 80 fue el
fiel de la balanza entre socialismo y capitalismo, pero el derrumbe del bloque
soviético desequilibró la balanza y llevó al consenso de Washington y el auge
neoliberal, logrando que muchos partidos socialdemócratas se desdibujaran.
De todos modos en las últimas
décadas Europa se ha convertido en el laboratorio de un extraordinario
experimento de gobernanza supranacional vinculante: la Unión Europea, que tuvo
un asombroso y veloz desarrollo en los años 90 y primera década del siglo,
aunque parece haber llegado a su tope, e incluso muestra signos de retroceso,
como el brexit. Aun así es un logro
gigantesco que marca la pauta para lo que se constituye como la gran tarea política
de la humanidad en el tercer milenio: la gobernanza mundial. Absolutamente
necesaria dado que los problemas fundamentales son globales y los capitales son
transnacionales.
Como si fuera poco, el mayor
peligro para la humanidad, la guerra nuclear, ha permanecido bajo control
mientras baja el número de ojivas nucleares que pende sobre nuestras cabezas,
hasta el punto que nos olvidamos del asunto en la agenda pública y debatimos
sobre democracia tranquilamente despreocupados como si no estuviéramos encaramados
en un polvorín. Un grave problema
ambiental, el agujero en la capa de ozono, fue solucionado, demostrando la
capacidad de la sociedad humana para corregir sus errores. Un reto más difícil es el calentamiento
global, tema medular de la política actual.
Esta tesis optimista no es muy
original en todo caso. La sustenta, por
ejemplo, Acemoglu y Robinson en ¿Por qué
fracasan los países? (2012), en los libros, videos y página web de Hans
Rosling. O, para no ir más lejos, el
libro recién publicado, En defensa de la
ilustración de Steven Pinker, que con cifras y gráficos sustenta esta idea
con la misma diligencia con que hace unos años sostuvo que vivimos en la época
más pacífica de la historia humana en términos proporcionales. A este reto intelectual no se responde con
subjetividades sino con argumentos objetivos.
Hasta ahora he hablado de logros,
evidenciando los hechos de la historia, pero no he dicho nada sobre méritos o
sobre problemas y nuevos desafíos. Todos
lo sabemos, los logros de Europa y, en general, de los países desarrollados se
cimientan en una deuda histórica con los países del tercer mundo y una deuda
ambiental con la humanidad entera y la bioesfera. Sin las riquezas del sur el norte no sería lo
que es. Y la tercera deuda, la social, que se da al interior de cada nación, se
ha saldado en unos pocos países pero permanece estructural en buena parte del
mundo.
El avance hacia la igualdad tuvo
un punto de inflexión en el año de 1980 y desde entonces no ha hecho más que
aumentar la desigualdad, pero no en todos los países por igual. Es clave hacer análisis comparativo y
entender el por qué. El trabajo de
Thomas Piketty aporta en ese sentido y varias investigaciones, como por ejemplo
la de Evelyn Huber, Jingjing Huo y John Stephens, muestran que esto está
asociado a gobiernos y legislaturas con predominio de la derecha, que a su vez
se ven favorecidas por ciertos diseños institucionales, como el de EEUU, que ha
permitido que los republicanos se queden con la presidencia en dos ocasiones
estando en minoría.
Que en muchos países notorios el
péndulo se haya movido hacia la derecha no implica crisis de la democracia, eso
es parte del juego. ¿O que querían? ¿Qué
ganara siempre la izquierda? El nuevo
populismo de derecha es meramente reactivo y no constituye un desafío
antisistémico para la democracia.
El islam, las migraciones, el
“terrorismo”, los agites identitarios no son el gran reto. Es en Asia donde está el desafío. El gran fenómeno político y económico de este
siglo es el ascenso del eje del Pacífico, y en particular el despegue
fulgurante de China que ya está a pocos años de convertirse en la primera
economía del planeta. Lo que está a
punto de suceder es que por primera vez en la era moderna, un país con un
régimen político distinto a la democracia liberal se constituye en la potencia
económica dominante.
En todo este panorama las fuerzas
progresistas parecen con la brújula enloquecida. Esto es porque están huérfanos
de teoría e infiltrados por tres oscurantismos: el posmodernismo, el
construccionismo social y el decolonialismo, todos los cuales tienen en común
el ataque a la objetividad, la cienciafobia y el enfrentamiento a la modernidad
y el progreso, es decir, son neoconservadores.
Ahora bien, los grandes cambios
de la humanidad no se originan en la ruidosa escena política, sino en el
silencio de los laboratorios. Siguiendo el razonamiento de Jeremy Rifkin, vemos
que la Tercera Revolución Industrial conlleva tecnologías propias de una
sociedad de la abundancia y de costo marginal cero, cambiando las reglas del
juego del capitalismo tradicional. Más
allá del estado y el mercado está el procomún colaborativo que crece a la par
que el internet de las cosas, las redes distribuidas de energía solar y otras
tecnologías. El mercado y la democracia liberal no son el fin de la historia. Y
si seguimos a otro autor, Yuval Noah Harari, en este siglo la humanidad, y en
particular la democracia como diseño institucional para la toma de decisiones,
tendrá que enfrentar un reto mayor que el peligro nuclear y el cambio
climático: la disrupción tecnológica.
Todo ello suena lejano para un
país como Colombia y su democracia tortuosa. Pero la clave es la misma aquí y
allá: la democratización del conocimiento, la educación, la cultura científica,
el pensamiento crítico. Sólo así
podremos construir la paz y profundizar la democracia.
Como bien dice la Dra. Picarella,
“una verdadera democracia necesariamente tiene que apoyar y apoyarse en el
conocimiento” (p125).
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