Subtítulo: En defensa de la
ilustración, la modernidad, la razón, la ciencia, la objetividad, el
cosmopolitismo y el progreso; dicho de manera simplificada: En
defensa de la cosmovisión científica o si se prefiere En
defensa de la ilustración antropocénica
*Nótese que no incluí la
tecnología, el capitalismo, la democracia, el liberalismo, el socialismo, el
cristianismo, etc, ni la propia “cultura occidental” que incluye todo lo
anterior y más, pues la cultura occidental es la cultura más plural y
heterogénea que ha existido en toda la historia de la humanidad; si jugamos a
la fabricación de términos, como les gusta a posmodernos y decoloniales,
tendríamos que llamarla la “pluricultura occidental” (también bajo ataque)
Antecedentes
A finales de los años 70 el
marxismo, que había sido casi hegemónico en la intelectualidad progresista del
siglo XX, entra en decadencia y se inicia el auge de lo que se denominaría el
posmodernismo. El posmodernismo es una
vertiente de la filosofía continental que podemos inscribir en la tradición del
idealismo, el irracionalismo, el relativismo y el subjetivismo (en menor grado el
romanticismo).
El posmodernismo bebe de la
fuente del filósofo nazi Heidegger, de Max Weber (tengo en mente el concepto de
“desencantamiento del mundo”), la escuela de Frankfurt (por ej, la Dialéctica
de la Ilustración de Adorno y Horkheimer), el giro lingüístico de Wittgenstein
y otros, el giro historicista relativista de la filosofía de la ciencia de
Thomas Kuhn y Paul Feyerabend, la mal-interpretación de algunos descubrimientos
científicos (cuántica y termodinámica) y los debates interminables sobre los
escritos de Marx y Freud. Esta corriente
filosófica se pone de moda en los años 80 y 90, atacando a la modernidad (de
ahí el nombre), la ilustración, la razón, la objetividad, la ciencia y el
progreso.
Las ciencias naturales casi no se
dan por enteradas y durante ese período avanzan aceleradamente desmintiendo de
facto los tañidos luctuosos de los posmodernistas que anunciaban la muerte de
los “metarrelatos”. Pero las ciencias
sociales sí se ven notoriamente afectadas.
Del marxismo sobreviven en los años 80 algunas tesis de Antonio Gramsci,
dándole relevancia a conceptos como “cultura” y “hegemonía”, pero ese referente
no logra evitar el notorio vacío que deja el marxismo en las ciencias sociales
(la disciplina en la cual el marxismo logró perdurar un poco más fue la
Historia).
Esta orfandad teórica es
aprovechada por diversas corrientes de pensamiento, como el liberalismo, el
institucionalismo, el posmodernismo, por supuesto, y una nueva tendencia que
podríamos denominar “construccionismo social”, una forma de reduccionismo
culturalista que se va a imponer, sobre todo, en antropología, una disciplina
bastante fragmentada, y en buena parte de los feminismos cuya teorización crece
como la espuma en estos años. Esta
tendencia se expresa institucionalmente en una serie de programas académicos
denominados “estudios sociales” o “estudios culturales” de tales o cuales
aspectos de la sociedad. Una característica del construccionismo social es la
negación de la naturaleza humana, es decir, se resucita el viejo mito de la tabula rasa. Es por tanto una forma de idealismo y
subjetivismo y no es ajena al irracionalismo y relativismo, pero tiene menos
interés que el posmodernismo en atacar a la modernidad y al progreso, quizás
por la influencia liberal y marxista que ahí pervive.
Deconstrucción del decolonialismo
En este contexto intelectual, a
la vuelta del milenio, surge el pensamiento decolonial. Como diría un posmoderno, ahora vamos a hacer
la deconstrucción. A la trilogía compuesta por el posmodernismo, el construccionismo
social y el pensamiento decolonial, los denomino oscurantismos de izquierda,
pues son críticos del statu quo, pero
enemigos de la razón y la ilustración.
En este sentido son ideas neoconservadoras sin un claro proyecto de
futuro. Allí no hay eutopía que ilumine
el horizonte.
El pensamiento decolonial carece,
en general, de originalidad. Como
veremos, es un reciclaje o refrito de ideas anteriores, vestidas con nuevos
ropajes (léase nueva terminología para viejos conceptos). Sus ideas se inscriben en una tradición
filosófica occidental conocida como filosofía continental y, dentro de ella, en
las cuatro categorías metafilosóficas ya mencionadas: idealismo, subjetivismo,
irracionalismo y relativismo. No basta
proclamarse antioccidental para escapar a la pluricultura occidental. En este caso el énfasis está en el
relativismo como concepción epistemológica, una idea de larga tradición desde
los griegos. Pero hay una excepción a su
falta de originalidad, su auténtico aporte novedoso. Como suelen hacer los ingenieros innovadores,
los decoloniales unen dos artefactos viejos y crean su gran novedad. Ellos compran la crítica epistemológica de
los posmodernos y la unen a la centenaria tradición de la crítica al
eurocentrismo. Al igual que los
posmodernos y con similar estilo filosófico, ellos atacan la modernidad, la
ilustración, la razón, la objetividad, la ciencia y el progreso, pero también
atacan a “Occidente”, supuestamente desde afuera, y le dicen a los posmodernos:
“ustedes también son eurocéntricos” y voilá,
ha nacido una nueva corriente de pensamiento.
Al igual que otros sectores de izquierda radical son críticos del
capitalismo, pero con un énfasis muy diferente al marxismo o socialismo, pues
ahora la contradicción principal no es capital / trabajo, que pasa a un segundo
plano, sino Norte / Sur, una metáfora geográfica surgida en la posguerra
mundial (movimientos de liberación nacional, estudios postcoloniales) pero a la
cual le dan un giro étnico, para expresar una contradicción básicamente
cultural entre la “cultura occidental” y las culturas no occidentales. Adicionalmente, adoptan ideas del feminismo,
que es una corriente variopinta de la cultura occidental, pero le espetan la
misma crítica que al posmodernismo: “el feminismo blanco debe ser descolonizado”. No hace falta ser un genio para comprender
que la problemática de una mujer estadounidense o sueca no es la misma que la
de una mujer nigeriana o embera katío. De hecho, es mucho peor en los “pueblos
del sur”.
La propuesta decolonial es una
revolución política, social, epistémica, cognitiva (y étnica). La palabra “revolución” no la utilizan, pero
sí hablan de un “cambio de paradigma”, una expresión kuhniana que significa
“revolución” con todo su sentido radical. Exigen “justicia epistémica o cognitiva”, la
cual consiste en aplicar el principio jurídico de igualdad a los “saberes”,
concretamente proponen que los “saberes del Sur”, cualquier cosa que sea eso,
estén en pie de igualdad con el conocimiento científico, que ellos llaman
“hegemónico”, en un espacio común denominado “ecología de saberes”. Nótese que esto es diferente a “diálogo de
saberes” o “diálogo intercultural”, los cuales son interacciones necesarias que
nadie cuestiona. Esa justicia cognitiva
o epistémica aparece mezclada o revuelta con algo completamente diferente: la
justicia social, de tal manera que la aceptación reivindicativa de ésta
conlleve la aceptación de la otra. Un
buen truco. La expresión más utilizada
para esa idea central es “epistemologías del Sur”, un concepto confuso pues
aparece como sinónimos de culturas, saberes ancestrales, cosmogonías,
cosmologías, saber-hacer (técnica).
Defensa
Prometí defender la ilustración,
la modernidad, la razón, la ciencia, la objetividad, el cosmopolitismo y el
progreso. No se puede hacer uno por uno
porque todos están imbricados en una sola cosmovisión ilustrada o moderna que
se caracteriza por el secularismo y el naturalismo basados en la ciencia, o
como decía Weber, en el desencantamiento del mundo y que no depende de la forma
particular como se organice la sociedad o, en particular, la economía. “Modernidad” es una categoría cultural y no
se debe confundir con modernización económica o con economía capitalista.
Dado que la ciencia ha progresado
y lo sigue haciendo aceleradamente desde el siglo de las luces hasta hoy, se
infiere que la cosmovisión ilustrada o moderna ha evolucionado en la misma
medida y que, como decía, Habermas, constituye un proyecto inacabado. La ciencia del siglo XVIII era materialista,
naturalista, mecanicista y determinista y de un nivel muy inferior a la ciencia
actual, tanto en conocimientos como en rigor y método. La ciencia del siglo XXI sigue siendo
naturalista y materialista, aunque el concepto de materia es otro, y ha
rebasado el mecanicismo y el determinismo para asumir el azar y una concepción
más compleja de la causalidad. Por ejemplo,
en Historia hoy prima una concepción abierta, más compleja y menos determinista
que la del siglo XVIII, donde lo contingente y lo necesario se imbrican. Por tanto la idea ingenua de progreso
entendida en forma determinista, finalista o teleológica está hoy completamente
superada. Tanto en biología como en
ciencias sociales el concepto de progreso está plenamente vigente, pero en un
sentido muy diferente al siglo XVIII.
El racionalismo y el empirismo
puros fracasaron y hoy prima una concepción racioempirista. La razón trascendental y apriorista de Kant,
filósofo anterior a Darwin, es ya obsoleta, pues hoy tenemos una concepción
naturalista de la razón, entendida como una capacidad cognitiva del primate
Homo Sapiens centrada en la corteza prefrontal del cerebro e inseparable del
cuerpo y, por ende, de otras capacidades del animal humano. Así que las verdades absolutas y apodícticas
no existen, pero sí existen las verdades objetivas, alcanzables por medio del
método científico (también el conocimiento empírico puede producir verdades
objetivas eventualmente). Estas pueden
ser universales en términos prácticos, no porque se deduzcan de principios
indubitables sino porque empíricamente se han escalado hasta abarcar todo el planeta Tierra, toda la especie
humana y en algunos campos, como la física y la química, todo el universo. Es una universalidad con límites, pero esos
límites rebasan por completo los horizontes de los siglos XVIII o XIX y son
dibujados por la propia ciencia.
He mencionado el método
científico. Este es una abstracción y
una generalización a partir de los métodos específicos de las distintas disciplinas,
los cuales se han venido perfeccionando durante los últimos 400 años. Negar el progreso del conocimiento y el
progreso del método es negar la capacidad de aprendizaje de la humanidad. El método progresa clarificando sus propios
límites y expandiéndolos, identificando las fallas, los errores lógicos, los
errores experimentales o matemáticos, los sesgos psicológicos y sociales,
minimizando los aspectos subjetivos, mejorando los controles frente a las
interferencias espurias, aprovechando los progresos de las ciencias formales
como la lógica y la matemática y produciendo más y mejor tecnología, la cual
permite más y mejores evidencias y mayor procesamiento de información. Se refinan así los protocolos, las técnicas
de investigación, los métodos específicos y, si miramos con visión de conjunto,
el método científico en general. Este se
sustenta en dos tipos de rigor, el rigor lógico y el rigor experimental u
observacional, de los cuales se desprenden los dos conceptos de verdad que
utiliza primariamente la ciencia: la verdad como coherencia y la verdad como
correspondencia (en filosofía puede haber conceptos más sofisticados de verdad,
pero con estos dos básicos es suficiente por ahora).
Esta maravilla llamada “ciencia” es,
junto a la tecnología que se deriva de ella, el máximo logro de la especie
humana, aunque algunos quieran tapar el sol con un dedo a punta de malabares
retóricos. En el libro, En defensa de la ilustración de 2018,
Steven Pinker sustenta de manera contundente a lo largo de más de 700 páginas y
con más de 70 tablas de datos, lo que estoy sosteniendo aquí de manera muy
resumida (aunque disiento del capítulo 2).
Como se puede ver la ciencia es
una actividad muy humana, su falibilidad alimenta sus potentes mecanismos
autocríticos y autocorrectivos y así se produce progreso. Este progreso es acumulativo a pesar de que
se produzcan rupturas relativas, reformulaciones y reconceptualizaciones, pues
nunca hay borrón y cuenta nueva, jamás se regresa al principio (efecto
trinquete), sino que se construye sobre lo construido, los científicos se paran
en hombros de los gigantes de las generaciones anteriores, como dijera
Newton. Kuhn y Feyerabend se equivocaron
con su concepto de “inconmensurabilidad”, hoy obsoleto en filosofía de la
ciencia. Ese concepto dio pie a la
euforia relativista de los posmodernistas de otrora y debido a ese mal
entendimiento de lo que es la ciencia y cómo funciona, inflaron una deficiente
epistemología hoy insostenible. En el
año de 1996 y 1997Alan Sokal y Jean Bricmont, en el libro Imposturas
Intelectuales, los pusieron en evidencia.
Ese carácter humano de la ciencia
no la rebaja sino que la engrandece. Es
producto del esfuerzo y el mérito colectivo de millones de seres humanos y una
prueba del potencial de nuestra especie para hacer lo que ninguna otra ha hecho
en 4 mil millones de años de historia de la vida. La ciencia es la forma superior de
conocimiento pero no la única, ella es apenas la cereza en el pudín. Hace dos millones y medio de años unos
homininos empezaron a utilizar sistemáticamente herramientas, adaptando el
entorno a sus necesidades. Con ellos,
con el Homo Habilis, con el Homo Erectus, surgió la técnica, una forma de
conocimiento empírico africana, un saber hacer que dejó atrás los logros cognitivos
de otras especies, incluyendo los chimpancés, nuestros parientes más
próximos. Se inició así una coevolución
biológica cultural que dio lugar a nuevas especies, aunque sólo una de ellas
sobrevivió hasta hoy, el Homo Sapiens, que también es africano. No fue el Homo Sapiens el que creó la
técnica, fue la técnica la creó al Homo Sapiens.
Ese poderoso conocimiento
empírico que nos puso en la cúspide de la cadena alimenticia mejoró con el
tiempo y permitió descubrir la agricultura en múltiples ocasiones, en todos los
continentes menos Europa, valga la ironía. Con el conocimiento empírico se
construyó así la civilización, el segundo entorno, un entorno artificial que no
por ello deja de ser ontológicamente natural, aunque cree la ilusión de una separación
del mundo natural que en realidad no existe.
Hoy sabemos que somos parte del sistema Tierra y en el antropoceno,
después de tres revoluciones industriales, nos hemos convertido en fuerza
geológica, capaz de transformar al planeta, para bien o para mal.
Pues bien, fue con el
conocimiento empírico, más que con el científico, que se hizo la primera revolución
industrial y se creó la matriz energética y productiva inicial de la sociedad
moderna. Pero no sólo le debemos nuestra
existencia a ese tipo de conocimiento técnico, sino que, además, la ciencia
misma no es más que una forma refinada del conocimiento empírico, una forma
superior de conocimiento producida con esfuerzo a través de la sistematización
de la investigación y la acumulación del aprendizaje de la humanidad en un
cuerpo de conocimientos convergente y emergente. Desde el punto de vista
metodológico y epistemológico las dos formas de conocimiento son ensayo y
eliminación de error, sólo que en el caso de la ciencia este proceso se ha sistematizado,
compactado y perfeccionado, haciéndose mucho más eficiente y riguroso. Dada esta genealogía del conocimiento
científico, la superioridad establecida de éste es consistente con la
valoración histórica y actual del conocimiento empírico, el know how, el saber hacer, presente aún
hoy en muchos campos de la actividad humana (ver por ejemplo El Cisne Negro y
otros libros de Nicholas Nassim Taleb donde cuestiona el saber de ciertos
economistas, incluidos algunos premios Nobel).
Y aquí vienen tres lecciones
importantes:
(1) Un conocimiento es superior,
no porque sea ciencia (lo cual sería una errónea visión esencialista y además
falacia genética) sino que es ciencia porque es superior. La superioridad no reside en el status
científico, sino que éste obedece a una superioridad probada en la capacidad
explicativa y predictiva con exactitud y precisión, la superación de pruebas
experimentales y observacionales, la coherencia lógica interna y con el resto
del conocimiento ya probado, y a la producción de tecnología eficiente. Todo ello
expuesto de manera clara, transparente y bien argumentada. En otras palabras el
status científico se gana desde abajo, desde el rigor del método, no se
decreta desde arriba.
(2) El conocimiento es poder,
como decía Bacon, porque es verdadero, no al revés. Constituye un craso error epistemológico
creer que el carácter “verdadero” del conocimiento es sólo una etiqueta
impuesta por el poder como pensaba Bruno Latour. Ese puede ser el caso de la ideología, la
cual no es capaz de superar las pruebas de rigor lógico y experimental.
(3) La hegemonía de la verdad no
es mala, todo lo contrario, es deseable; lo que sí es grave y nefasto es la
hegemonía de la falsedad, la mentira o, como diríamos ahora, la
post-verdad. La fantasía es muy buena
cuando se presenta como tal, como en el arte, pero no cuando se disfraza de
“conocimiento” sin ser capaz de probarse como verdadera. En consecuencia es pertinente diferenciar
entre ciencia e ideología, entre conocimiento y superstición o entre
pensamiento científico y pensamiento mágico religioso.
Continuará……
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