Quítate las gafas románticas
Me gusta ver video-clips de animales en su hábitat, se aprende mucho con ellos. En esa materia hemos dado un salto cualitativo en los últimos años, tanto en producción de videos como en su fácil y masiva distribución en las redes sociales, especialmente Instagram.
Estas imágenes nos muestran la
realidad salvaje como es: implacable, cruel, sin compasión, donde el
sufrimiento, la dolorosa agonía y la muerte terrible son la ley. En muchos casos la presa es comida viva. No
son tan extraños los casos de animales herbívoros devorando otros
animales. La terrible muerte de los
predadores cuando el envejecimiento hace sus estragos nos recuerda que el
sufrimiento no es exclusividad de los débiles. No faltan los casos de
"canibalismo" y de "infanticidios" (en carnívoros y en
herbívoros).
Pues bien, los comentarios del
público a estas imágenes son un muestrario de la mentalidad predominante. Como dice Mauricio García Villegas al
referirse a la indignación
virtuosa, hoy de moda: “nuestra psiquis se acomoda mejor al oficio del
sacerdote que al del científico”. En
efecto, tales comentarios están llenos de moralismo, maniqueísmo, proyección
antropomórfica (atribuirles a los animales no humanos características humanas).
El público casi siempre toma
partido a favor de la presa (victimismo). Se alegra cuando escapa. Y sufre empáticamente cuando la presa sufre. Le reclaman con indignación al filmador que no
intervenga como salvador. Las simpatías
están cargadas a favor de los mamíferos y algunos reptiles inofensivos. Los
insectos los dejan más o menos indiferentes. Las serpientes suelen ser
aborrecidas. Casi me atrevo a proponer
una hipótesis: “a menor distancia genética con la presa, mayor simpatía”.
Estas imágenes son muy
educativas, pues chocan de frente con las visiones románticas de "la
naturaleza apacible", una especie de paraíso terrenal creado por un dios
bondadoso donde las criaturas viven en armonía. Algo así como la "isla del
Edén“ en la tira cómica de El Fantasma,
“el duende que camina” (una vieja tira cómica que no era cómica sino de
aventuras y salía en El Tiempo los domingos).
La realidad del orden natural es todo lo contrario, la vida silvestre es
el reino de la muerte, donde impera el intenso sufrimiento de los
"inocentes", el martirio permanente de las "criaturas de
Dios".
No hay justicia en la naturaleza. No tiene por qué haberla, pues no
hay" buenos" ni "malos". Pero el moralismo proyecta a la
naturaleza la moral humana y si la persona es capaz de asomarse a esta
realidad, se estrella contra la amoralidad
del mundo objetivo.
No es difícil entender que si la
especie humana estuvo sometida a los peligros de las fieras y las serpientes
durante la mayor parte de su historia, ese miedo perviva en nosotros, aunque
hoy no se justifique racionalmente. El
miedo es desagradable, por tanto el cerebro se las amaña para construir una
visión romántica, dulcificada, del mundo natural. Llevamos incorporadas unas “gafas rosadas”,
enraizadas emocionalmente, que cuesta quitarse.
Estamos llenos de sesgos
psicológicos, las gafas románticas son apenas un ejemplo entre muchos.
Eliminarlos, minimizarlos o aprender a estar alerta frente a ellos es necesario
para entender la realidad. Tal
eliminación o manejo consciente es el objetivo del entrenamiento en pensamiento
crítico.
Con el estudio de la historia de
la sociedad humana pasa algo similar. Nos cuesta quitarnos las gafas. Y la
miramos desde el presente proyectando juicios morales apasionados. Examinamos el pasado de manera anacrónica y
maniqueísta, entonces juzgamos a los personajes históricos con los valores
morales de hoy y a veces hasta con el orden jurídico actual. Y salimos a vengarnos insuflados de rabia y odio contra el mármol y
el bronce en medio de una borrachera simbólica.
Las telenovelas turcas están de
moda, como antes las mexicanas, venezolanas o nuestras propias producciones
colombianas. El melodrama siempre ha
tenido éxito, con sus malos malos y sus buenos buenos, a pesar de ser una
simple y tonta caricatura de las interacciones humanas, pues logra mover
nuestras pasiones primarias. El buen
cine y la buena literatura se alejan de esa simpleza para poder profundizar en
la complejidad de la condición humana.
La buena historiografía también, nada de leyendas blancas, rosadas o
negras. Al igual que en etología
-ciencia de la conducta animal- en historia también tienes que quitarte las
gafas románticas si quieres conocer la realidad.
Somos el producto del pasado que
existió y que no podemos cambiar ni acomodar a nuestros valores actuales. Reconocer el pasado es reconocernos a
nosotros mismos, sin ínfulas de supremacía moral.
Nos cegamos al sufrimiento animal
para crear un paisaje salvaje pero idílico.
Acomodamos la historia con relatos míticos en blanco y negro, leyendas
ideológicas disfrazadas de “memoria colectiva”.
Antropomorfizamos los fenómenos naturales inventando dioses del trueno,
de la lluvia, de la “madre Tierra”. Humanizamos
hasta el cosmos y nos creemos que los planetas y las estrellas giran en torno
nuestro, o como suele decirse ahora, graciosamente, “el universo conspira a
nuestro favor”. Nos negamos a crecer,
sumergidos en la ficción. Deseamos
permanecer por siempre en ese estado infantil, como Peter Pan, viviendo en el
mundo encantado.
Blas Pascal era creyente, pero
alguna vez reconoció la indiferencia absoluta del universo cuando expresó, “el
silencio de los espacios infinitos me aterra”. No lo superó, prefirió domesticar el miedo con
una ingeniosa apuesta. En el siglo XXI,
huérfanos de dioses y enfrentados a la catástrofe climática, el infantilismo
resulta suicida y el negacionismo es irresponsable con las futuras
generaciones. A estas alturas de la
aventura humana no tenemos más alternativa que apostar a las ciencias, quitarnos
todas las gafas y asumir la mayoría de edad: sólo el conocimiento salva.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Sigue las reglas de la argumentación racional