Si buscas en google la frase
entrecomillada “nuevo orden mundial”, ¿Cuántos resultados crees que salgan? En español hay alrededor de 4 millones. Pero si buscas “New World Order”, puedes
llegar a los 20 millones. Sería
interesante haber hecho este ejercicio una vez al mes desde enero, pues creo
que la cifra se ha disparado y así podríamos corroborarlo. En todo caso la frase está de moda en las
redes sociales, pulula por doquier, casi siempre asociada a un discurso
conspirativo simplón, que raya en el delirio de persecusión y el victimismo, y
se basa en la ignorancia. Su entrada en wikipedia
advierte “no se debe confundir con la conspiración judeo-masónico-comunista
internacional”. Parece un chiste.
El concepto serio de “nuevo orden
mundial” es antiguo en geopolítica y en historia. Por ejemplo, en 1945 aparece un nuevo orden
mundial como resultado de la guerra que involucró a todo el hemisferio norte, generando
una correlación bipolar de superpotencias en permanente guerra fría y poco
después surge la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hay también una nueva dinámica económica, con
fuerte rol del estado en inversión y regulación, y un enfoque keynesiano en la
política, lo que llevará a un gran crecimiento en la riqueza material y a un tipo
de democracia social conocida como estado de bienestar. Y en el otro polo se consolida un modelo de
socialismo de estado en el bloque soviético que, sin embargo, se derrumbaría 45
años después, con lo cual tenemos otra vez un nuevo orden mundial en 1990. Este tema lo tratamos hace poco en una columna
anterior y lo profundizamos en este video.
No toda crisis por profunda que
sea es capaz de producir un nuevo contexto de poder entre las naciones y las
ideologías. Por ejemplo, hace un siglo tuvo
lugar la Gran Guerra Europea que ahora se conoce como “la primera guerra
mundial” y al final de esos cuatro terribles años se produjo una revolución
anticapitalista en el país de mayor tamaño y luego una pandemia de influenza
que causó más muertos que la propia guerra.
Sin embargo, no surgió un nuevo orden mundial. En el marco del Tratado de Versalles se creó
la Sociedad de las Naciones que se proponía establecer las bases para la paz
duradera a partir de una reorganización de las relaciones internacionales. Mas no hubo tal. Por el contrario, hubo más de lo mismo y
hasta peor, como lo evidencia el hecho de la crisis económica de 1929 y la
siguiente guerra de mayor escala.
En 2020 enfrentamos una pandemia
más global que cualquier otra. En un
contexto totalitario la economía seguiría funcionando así murieran algunos
millones de personas. Que de forma
intencional se haya frenado parcialmente la economía como estrategia de defensa
anticontagio, es un indicador de que el valor democrático de la vida se impuso
a los intereses de los negocios (aunque fue evidente que gobernantes populistas
como Trump, Bolsonaro y Johnson lo hicieron a regañadientes y con deficiencia).
¡Es una victoria democrática!
La emergencia ha demostrado de
manera contundente el desastre social y ambiental que ha generado la hegemonía
neoliberal y su fundamentalismo de mercado durante los últimos cuarenta
años en gran parte del mundo. El sector
público de la salud fue desmantelado. El
sistema educativo ha fracasado, arrodillado al pensamiento mágico y la
fragmentación del saber. El empleo se ha hundido en el pantano de la
inestabilidad, precariedad e informalidad debido a la política de “flexibilidad
laboral”. La desigualdad y la miseria se
han incrementado. La investigación
científica se ha desfinanciado, debilitando su infraestructura. El efecto invernadero, la pérdida dramática
de biodiversidad y la acidificación de los océanos se han desbocado y amenazan
la supervivencia de la civilización.
Es entonces el momento de
reclamar masivamente el regreso del estado social remasterizado y la economía
mixta, el fortalecimiento de lo público, el despliegue de nuevas y audaces
formas de política social incluyente, como la renta básica universal. Que vuelva Keynes, que venga la vieja socialdemocracia,
dirán algunos. Que resucite el
liberalismo social, dirían otros en Colombia.
Sí, hay que aprender las lecciones positivas del pasado, pero hay
también nuevas ideas que se pueden conjugar creativamente, nuevas opciones como
la propuesta por Thomas
Piketty, por ejemplo. Ese es el
nuevo orden mundial que necesitamos, un orden postneoliberal, con raigambre
social. Y en eso es que deberíamos estar
pensando.
El Estado de Bienestar ha sido la
mejor forma de sociedad jamás construída, probada en la realidad de los hechos
durante décadas y debe resurgir repotenciado, actualizado a la altura del siglo
XXI, dotado de una política
antropocénica para enfrentar el cambio climático. En Colombia lo llamamos Estado Social de
Derecho y lo han venido desmontando desde 1993, cuando de lo que se trata es de
profundizarlo. No hablamos de
resistencia, sino de construcción de futuro para todos. La reivindicación del Estado Social de
Derecho, columna vertebral de la Constitución del 91, no será el fruto
espontáneo de una crisis pandémica, sino el objetivo de un movimiento
multitudinario de los trabajadores, que somos todos los empleados profesionales
o no profesionales, los desempleados, los subempleados, los informales y los
rebuscadores.
El nuevo orden que soñamos tendrá
que ser necesariamente implacable contra la corrupción. La clase politiquera se ha apropiado del
estado y lo ha podrido de corrupción con un beneficio doble: se enriquecen con
la contratocracia y logran desprestigiar lo público para que la gente no crea
en ello y vea la privatización como la salvación. Con cara ganan ellos y con sello también. Entre el neoliberalismo que debemos sepultar
en el pasado y el futuro estado social, se levanta la barrera de la
corrupción. Contra ella lo hemos intentado casi todo, excepto la pena de
muerte. Es hora de considerar esa
opción, ¿no les parece?
No es eficiente la deliberación
racional sobre un nuevo orden mundial liberador y postneoliberal, como
propuesta política progresista, mientras los fanáticos de las llamadas “teorías
conspirativas” generen tanto ruido desorientador con su alborotada paranoia de
un imaginario “nuevo orden mundial” opresivo, sin fundamento geopolítico ni
tecnocientífico alguno. Estos idiotas
útiles, alebrestados por el confinamiento y el auge de las redes sociales,
hacen eco a Trump y sus trinos descabellados, con un sancocho contradictorio de
insensateces que simplifica a niveles absurdos y ridículos la situación que
vivimos. Según ellos la pandemia es un
engaño, totalmente inexistente, o tal vez sí existe, pero es un fenómeno artificial. En cualquiera de los dos casos es un plan
diabólico fabricado por…. ¿el partido comunista chino? ¿Bill Gates? ¿el Club
Bilderberg? ¿Putín y Trump cogidos de la mano? ¿la Big Pharma? ¿los judíos? ¿los Illuminati? ¿los
bancos? Tamaña inconsistencia se
resuelve con una mágica frase evasiva: “la élite mundial”, un oscuro colectivo
siempre indefinido, pero de alguna forma caracterizado por su perfecta unidad
sin fisuras, su solidez a toda prueba, su fantástica cohesión y capacidad
maquiavélica infinita. Con su estéril
sofisma de distracción los conspiranoicos son funcionales al sistema. Por eso, la próxima columna va enfocada al
análisis de este fenómeno psicosocial y a tratar de responder esta pregunta:
¿por qué tanta gente de izquierda traga entero teorías conspiranoicas que
origina la extrema derecha?
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