En cuestión de cuatro meses la diva
ciencia quedó en cueros, como la ausencia de Dios la trajo al mundo. Un virus travieso y sin remilgos la exhibió in vitro, cual voluptuosa ninfa en el
distrito rojo de Amsterdam. Para muchos
resulta desconcertante la obscena desnudez de la paradigmática, estereotípica y
arquetípica fémina que en el imaginario popular viste siempre de bata blanca y
gafas rojas, como parodiando a la Parody, pero sin acento gomelo. Algunos, más creativos, la recuerdan en traje
de exploradora, a lo Lara Croft, de aventura en aventura en el trabajo de
campo, pero jamás desnuda como la petrista Amaranta Hank.
La biociencia suele ser una dama discreta
y recatada, perfumada con aroma de laboratorio y maquillada en enigmáticas
letras en recónditos proceedings de
ISI y de Scopus. No una mujer pública, prostituída en redes, difamada en medios
de desinformación, manoseada por pervertidos, y sometida a los bajos instintos
de políticos ineptos. Pero masas y
gobiernos exigen preñez inmediata, embarazo corto, ecografía permanente
transmitida en vivo y en directo por toda la infoesfera y parto feliz de
rozagantes vacunas y tratamientos para espantar la peste vírica y que no cunda
el paniqueo.
Se entiende la urgencia. Una tasa de contagio alta sumada a una tasa
de letalidad baja, pero significativa, producen un coctel viral que puede
mandar a la nada absoluta a millones, quizás decenas de millones de personas. En contraste, la gripe común, que aquí
llamamos gripa, nojoda, apenas mata medio millón anual y la malaria sólo poco
más de un millón de individuos de la subdesarrollada zona intertropical en ese
mismo lapso.
Pero aquí interviene el abogado
del diablo. Somos tantos que, por espeluznante
que parezca, la cifra más pesimista no llega siquiera al 1% de la humanidad
(que serían unos 76 millones). De hecho,
cada año mueren 56 millones de personas y nacen más del doble, así que, ¿por
qué tanta alharaca? Sencillo: porque es
una ruleta rusa dónde todos somos potencialmente vulnerables, una lotería
macabra en la cual todos compramos boleto, seamos de la élite o de la
plebe. A diferencia del mucho más letal
ébola o del VIH-Sida, la Covid-19 es una enfermedad de tan fácil transmisión
que su contagio es a la larga inevitable, por lo que el confinamiento sólo
sirve para ganar tiempo, evitar el colapso de los sistemas de salud y esperar
que aparezca tanto vacuna como tratamiento por virtud de la gaya ciencia.
Y esto nos lleva de nuevo a
madame Biociencia. Colgada en el
panóptico, sola en su candorosa desnudez, ya no medita en el amor como el
rapado terruño acantilado del genial bizco de Cartagena. Más bien corre en pelota como las chicas que
hacían streaking en los estadios. La muchedumbre esperanzada se desconcierta al
observarla en trapos menores con discusiones y enredos, pues en la escuela les
enseñaron una ciencia edulcorada, administrada en inconexas pastillas
dogmáticas o vestida de etiqueta en impolutos libros de texto. Nunca conocieron la ciencia real, la del
debate ardiente, con sus batallas de argumentos armados de afiladas evidencias
que hacen correr la sangre de hipótesis moribundas. La crítica es la esencia de la ciencia -argumento
va y argumento viene- hasta decantarse la verdad objetiva con el paso de los
años, luego de miles de experimentos y pruebas.
Pero en la actual emergencia, tiempo es lo que no hay.
En el río revuelto del miedo y
los afanes pescan los oportunistas y conspiranoicos. Desde estafadores que venden dióxido de cloro,
como otrora menjurjes de ganoderma o cualquier otra “droga milagrosa”, hasta
premios Nobel que vociferan tonterías sin fundamento en su afán de recuperar el
protagonismo que alguna vez tuvieron.
Las redes sociales resuenan con sus cámaras de eco y los medios, que
jamás supieron cómo se hace periodismo científico, amplifican las mentiras,
incrementando los decibeles de ruido. Cierra
ese telón y otea la siguiente entrada del blog: La guerra viral.
Publicado en elunicornio.co como primera parte de una columna doble el 10 de mayo de 2020 (aniversario 80 de la blitzkrieg y la llegada de Winston Churchill al cargo de Primer Ministro británico).
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