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miércoles, octubre 14, 2020

La era de la ignorancia voluntaria

Cuenta un amigo que los hijos le preguntaron: “papá, ¿cómo era vivir en los 80”.  Ni corto ni perezoso mi amigo les decomisó los celulares, apagó el WiFi, guardó con llave portátil y tablet, y les prohibió a sus atónitos vástagos que vieran canales distintos a los nacionales.  La experiencia duró 24 horas y casi deja traumatizados a esos niños.  No faltará quien diga que se trató de un caso de abuso infantil.

Hace más de un siglo que la bombilla de Edison dio paso al díodo de Fleming y éste al tríodo de De Forest.  Así nació la electrónica.  En la posguerra vendría el transistor de Baarden, Brattain y Shockley.  Así nació la electrónica de estado sólido.  Luego vino el microchip de Noyce y Kilby.  Así nació la revolución digital.  Ni era atómica, ni era espacial, lo que tuvimos fue la era digital.  El ranking de las mayores empresas se vio revolcado drásticamente después de 1975, la revolución digital estaba en marcha.  Primero fue el hardware, pero luego el software se impuso, el imperio del algoritmo.

El mundo cambió, pero la educación no.  Ni los docentes, ni las instituciones ni las políticas educativas se transformaron.  Los estudiantes sí, pero en dirección equivocada, a pesar de ser nativos digitales.  Hablo de la gran masa escolar, no del 1% de excelencia o el 10% superior.  Se proclamó la sociedad de la información y luego la sociedad del conocimiento, pero lo que se obtuvo fue una superautopista de la desinformación y una sociedad del entretenimiento.  Hoy cargamos en el bolsillo, a unos pocos click de distancia, la mayor y mejor biblioteca que jamás haya existido, mil veces superior a lo que eran las exclusivas bibliotecas de las mejores universidades del mundo hace apenas 30 años.  Pero ese tesoro de información está perdido y enterrado en una maraña de basura de todo tipo y rodeado de distractores capaces de engolosinar a cualquier niño o adulto.  Y ni los estudiantes ni los docentes actuales tienen en su poder el mapa del tesoro.

Como los hijos de mi amigo, no podemos vivir sin internet.  Pero, ¿para qué lo usamos?  Tenemos el saber acumulado de la humanidad a nuestro alcance, no obstante usamos el internet para otras cosas, incluidos el copipega o plagio y la alienación adictiva de las redes sociales y el entretenimiento.  Al hacerlo, optamos por la ignorancia de manera voluntaria. 

En un escrito anterior titulado El fracaso de la pedagogía cuestionamos los posgrados en educación por su ineficacia para mejorar la calidad de la educación básica y media.  En su columna de esta semana en El Espectador, Julián de Zubiría reconoce esa realidad y lanza tres propuestas, señalando en la tercera que “nunca vamos a consolidar la lectura crítica de los estudiantes, si estas competencias no se convierten en una tarea esencial en la formación de los docentes”, refiriéndose a “la competencia argumentativa, el razonamiento númerico y la lectura crítica”.  Coincido, pero creo que se queda corto.  Primero, esas tres competencias deben integrarse como pensamiento crítico y abstracto que incluye la lógica, la actitud científica, la detección de sesgos y falacias.  En segundo término debe complementarse con lectura en inglés, cultura o cosmovisión científica y un entrenamiento específico a fondo en el aprovechamiento eficaz del recurso cuasi-infinito de internet (manejar el mapa del tesoro).  En tercer lugar hay que convertir a la autodidáctica en la capacidad fundamental del ciudadano del siglo XXI que tiene todo el conocimiento a su alcance, único antídoto contra la ignorancia voluntaria.  Todos esos aspectos deben servir para replantear el currículo, tanto de los posgrados en educación como de la educación básica y media.

La cultura o cosmovisión científica en la educación era el proyecto de la Ilustración como fundamento para la democracia, pero fue abandonado en el curso del siglo XX cuando hasta las élites más liberales dejaron de concebir la educación como emancipadora y se plegaron a la visión confesional y religiosa de las élites conservadoras.  Un modo novedoso de cultivar la concepción científica del mundo y reintegrar el currículo fragmentado es mediante cursos y proyectos formativos con el enfoque Big History o Gran Historia.  Ya en Colombia hemos empezado a realizar este tipo de formación, una innovación pedagógica que goza de amplia trayectoria en el mundo anglosajón como puede verse aquí.

El problema de hoy no es la carencia de información sino su exceso y mala calidad.  El aprovechamiento eficaz de internet en el proceso de enseñanza – aprendizaje, exige un buen entrenamiento en estrategias de búsqueda y una aplicación particular del pensamiento crítico consistente en aprender a filtrar la información de calidad frente a la avalancha de fake news, teorías conspiranoicas, cámaras de eco y cadenas de propaganda, manipulaciones y errores.  Incluso debe pensarse en dotar al sistema educativo de herrmientas de protección frente a la desinformación.   El punto es que todo docente debe convertirse en experto en el aprovechamiento de los mejores recursos que brinda internet en su área y mantenerse actualizado.  Internet ofrece un potencial maravilloso para el cultivo del intelecto, pero se ha convertido en un factor de distracción, distorsión y nicho de realidades paralelas para lelos.  La respuesta a tamaño desafío puede estar en una educación enfocada a la formación de docentes, estudiantes y ciudadanos autodidactas, a ver si así evitamos que la era digital sea la era de la ignorancia voluntaria.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 en mi columna Buhografías en el portal El Unicornio

Contra la pedagogía

La formación pedagógica de los profesores tiene por objeto mejorar la educación que imparten.  Actualmente en Colombia existen 21 doctorados, 192 maestrías y 441 especializaciones en educación o pedagogía, según datos del SNIES.  La inmensa mayoría, si es que no todos esos programas, se crearon en la últimas décadas. De los 144 mil docentes oficiales cobijados por el decreto 1278 de 2002 (que son menos de la mitad del total de docentes de básica y media), el 25% tiene formación de posgrado, 61% son licenciados y apenas el 13% es normalista. Existen actualmente 1763 licenciaturas, que en Colombia es el nombre de la formación de maestros en pregrado y se afirma que la pedagogía es la “disciplina fundante” de las licenciaturas y constituye la columna vertebral del plan de estudios. 

Compárese la bonanza presente con la precaria situación de hace décadas, digamos 1980, cuando la mayoría de docentes en educación básica y media escasamente eran normalistas, en primaria abundaban los empíricos (bachilleres), y los de secundaria muchas veces eran jóvenes estudiantes universitarios o adultos formados en diferentes profesiones (cuando no eran curas o monjas), casi todos con mínima o nula formación pedagógica.  En los 40 años pasados desde entonces se han publicado miles de libros y artículos académicos relativos a la pedagogía; se han celebrado centenares de congresos, seminarios y conferencias de contenido pedagógico; y se han difundido y aplicado sofisticadas teorías pedagógicas: de Piaget, Vigotsky, Bruner y Ausubel -con el auge del movimiento constructivista- hasta las neurociencias del siglo XXI.

Más aún, el despliegue masivo de las TIC, con la masificación de internet y los teléfonos inteligentes, ha cambiado radicalmente la disponibilidad de información y conocimiento para todos, profesores y estudiantes.  Si antes en un país subdesarrollado teníamos precarias bibliotecas, ínfima industria editorial, contenido educativo desactualizado, hoy, por el contrario, tenemos toda la ciencia del mundo en el bolsillo a unos pocos clicks de distancia y el horizonte de aprendizaje es practicamente infinito.   

Entonces, si tenemos el conocimiento del mundo a nuestro alcance, si la pedagogía es para mejorar la educación y si la formación pedagógica ha tenido un salto gigantesco en cantidad y nivel académico, la conclusión inevitable es que la calidad educativa en Colombia debe haber mejorado una enormidad en las últimas décadas.  Pero… ¿dónde está esa mejoría? ¿acaso los estudiantes que llegan hoy a la universidad están mucho mejor preparados que antes? ¿por qué tal salto cualitativo no se ve por parte alguna?

Si la segunda premisa es un hecho, como vimos en las cifras arriba expuestas, entonces el silogismo no se cumple por una falla en la primera premisa: la pedagogía no está mejorando la educación, ha fracasado.  Al parecer miles de millones de pesos y millones de horas de esfuerzo académico no han servido para cualificar la formación de las nuevas generaciones.  Nótese que el razonamiento aquí esbozado no se basa en un análisis comparativo con otros países.  No estamos preguntando por qué la educación en Colombia no tiene el nivel de la finlandesa.  Lo que tratamos es de voltear la cabeza, mirar atrás y ver qué tanto hemos avanzado en resultados observables, en competencias y en conocimiento.  Amigo lector, llegó la hora de responder: ¿dónde está la bolita?

La baja calidad de la educación básica y media termina reflejándose en la educación superior y en la débil construcción de ciudadanía, propósito esencial de la educación.  No es un tema menor.  No podemos decir que se abra la deliberación pública sobre el asunto, pues el tema no es nuevo.  Pero no se ha visto que el debate avance o produzca impacto.  Faltan propuestas innovadoras.

Algunos alegarán que el fracaso en mejorar la educación no se debe a la pedagogía, sino a las condiciones de la educación en Colombia: déficit en salarios e infraestructura y un contexto social dramático, lleno de carencias y problemas, en el que crecen nuestros niños.  Otros dirán que el problema es de intensidad horaria, disciplina, nivel de exigencia, evaluación a los docentes.

Todos esos aspectos hacen parte del diagnóstico y tienen una porción de verdad, pero se quedan en una aproximación incompleta si eximen a la pedagogía.  La pedagogía falla, por ejemplo, cuando no logra adaptarse y sacarle el máximo provecho a las inmensas posibilidades de las TIC.  Pero además, falla sobre todo cuando se enfoca casi totalmente en la forma y presta poca atención al contenido, al diseño curricular, hasta el punto de olvidar el objetivo principal: formar ciudadanos modernos para una democracia epistémica, no sujetos premodernos para una democracia doxástica manipulable (episteme es conocimiento, doxa es opinión). 

Este objetivo exige dotar al estudiante de una cosmovisión científica y humanista basada en el pensamiento crítico, corazón palpitante de la modernidad, en permanente actualización.  El lema del currículo debería ser la frase de Carl Sagan: “la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una forma de pensar”.  Y al contrario, un currículo fragmentado, inconexo, mecánico, permeado por el pensamiento mágico-religioso e ideologías anti-modernas, nunca podrá formar ciudadanos estructurados y autónomos.  En el “mejor” de los casos generará un producto apenas funcional para el reduccionismo neoliberal y su totalitarismo de mercado.  Y en otros casos ni siquiera eso, sólo marginados del sistema destinados al rebusque, la economía informal y la venta del voto.

Mi conclusión es que urge una revolución de la pedagogía basada en un proyecto educativo ilustrado propio del siglo XXI.  Y las Facultades de Educación deberían ser su epicentro.  O seguiremos teniendo médicos que ofrecen curas milagrosas en plena pandemia, ministras de ciencia que decepcionan por su carencia de rigor científico, puentes que se caen y políticos ignorantes elegidos por una clientela.

Publicado el 23 de agosto de 2020 en mi columna Buhografías del portal El Unicornio