Si quieres entender el 2020 debes
conocer 1980, el año que partió en dos la historia de la civilización global
que surgió a partir de la posguerra.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Y ahora, con unos añitos más y unas cuantas
canas (muy pocas, la verdad), podemos ver lo que en su momento no vimos.
En 1980 todo era euforia. Aún resonaban los ecos de la victoria
vietnamita contra el ejército más poderoso del mundo. La revolución sandinista, cuya fulgurante
ofensiva final escuchamos en directo por radio de onda corta, acababa de
triunfar. Con el liderazgo de Omar Torrijos,
Panamá recuperaba la soberanía sobre la zona del canal. La revolución salvadoreña se veía inminente
con el FMLN a la cabeza. En Colombia, el
M19 se había tomado la embajada de la República Dominicana y un hervidero de
pañuelos blancos lo saludaba en su salida triunfal, el movimiento estudiantil,
liderado por la FEUV, ascendía vertiginosamente en su movilización contra la
reforma universitaria, los movimientos cívicos explotaban en paros, barricadas
y tomas por doquier, y el sindicalismo parecía avanzar, por fin, hacia la
ansiada unidad. El fervor por los
derechos humanos se elevaba en oleadas al mismo tiempo que se agudizaba la
represión, la tortura y las desapariciones en un régimen militarista enmarcado
en el estado de sitio permanente y el estatuto de seguridad.
Todo parecía posible y el sueño
de una patria digna, justa, libre y democrática sembraba de maestra vida a una
juventud que escuchaba a Pablo pueblo, hijo del grito y la calle. Una juventud que no quería escoger entra la
navaja y el plástico y que gozaba como pagano el sonido bestial que estremecía
La Casita de Paja, La Cien o Tintindeo.
Entre brumas recordamos el dulce
aroma de la llanta quemada que perfumaba la atmósfera de los ochenta, pero el
signo de los tiempos señalaba contravía.
Un par de años antes, Albino Luciani, recién nombrado soberano de un
diminuto país denominado Vaticano, murió súbitamente, algunos dicen que fue asesinado,
y en su reemplazo el cónclave designa al polaco Karol Wojtyla, con la misión, más
geopolítica que divina, de romper el eslabón débil de la cadena soviética en la
Europa Oriental. Un año después llega al
10 de Downing Street Margaret Tatcher
y en el siguiente es elegido el actor Ronald Reagan en EEUU. Se configura así un poderoso triunvirato de
ultraderecha en el Atlántico Norte, mientras en el otro polo de la guerra fría
el asunto se calienta con la invasión de Afganistán por la URSS y la
masificación del sindicato Solidarnosc
en Polonia. En otra esquina, Deng
Xiaoping consolida su poder en la China milenaria e inicia una sorprendente reconversión
radical del sistema económico que tendrá un impacto decisivo en el siglo
XXI.
Del puente para allá está Brézhnev,
del puente para acá está Ronald Tatcher, alias Margaret Reagan, y en el medio
de los dos, pasan Francois Miterrand y Felipe González, con rumbo al estado de
bienestar… en teoría. Queda servido pues
el tinglado geopolítico de la recta final de la guerra fría. La madre de todas las batallas está por
empezar.
Pero la dinámica geopolítica, es
como un iceberg en un mar tormentoso. La
mayor parte de su masa está bajo la superficie de las olas, aunque nunca a la
manera ingenua como suelen elucubrar gratuitamente los conspiranoicos al practicar
su deporte favorito. En esos años agitados
pasaban muchas cosas que nosotros, los de entonces, no alcanzábamos a entrever. Por ejemplo, en el mundo de las ideas, que
nada tiene de platónico, poderosas corrientes submarinas arrastraban al iceberg
hacia destinos inimaginables. Ahora, con
40 años de distancia, podemos desentrañar esos procesos subyacentes y para ello
enfocaremos dos niveles de análisis.
Primero, el nivel de la realidad
objetiva o de primer orden.
En los últimos siglos la tecnociencia
se ha convertido cada vez más en el factor determinante de la evolución de la
sociedad humana, pues como decía Francis Bacon,”el conocimiento es poder”. El control de la realidad objetiva se define
en el silencio de los laboratorios y en el diálogo crítico de los
científicos. Los poderes mundanos
astutos procuran por tanto instrumentalizar a la ciencia mientras los sectores
sociales y políticos más confusos caen en la estupidez de darle la espalda,
brindando en bandeja de plata el factor decisivo a sus oponentes.
Para 1980 la “era atómica” y la
“era espacial” ya estaban siendo opacadas por la “era digital”, que potenciaba
el despegue de la tercera revolución industrial. Un nuevo tipo de capitalismo postindustrial
se forjaba alimentado por la revolución digital: internet, telemática, robótica,
inteligencia artificial. El manejo de
los bits definía el futuro. La batalla era entre de seres de carbono,
pero las armas eran de silicio. Y la victoria
fue para Silicon Valley y sus equivalentes en Europa Occidental y en un nuevo
territorio que irrumpe como potencia económica: el Este Asiático. (Nota: poco se ha analizado sobre el impacto
de la revolución digital en el derrumbe del bloque soviético o en la derrota
parcial de las FARC en Colombia).
En segundo término está el nivel de la realidad intersubjetiva o
de segundo orden.
Como todos sabemos las guerras
también se libran en el terreno de las ideologías. O de las creencias, culturas, imaginarios,
ficciones en suma. En las facultades de
economía de los años 70 ya se hablaba del “monetarismo”, de la “escuela de
Chicago” y en 1976 Milton Friedman ganó
el Nobel. Bajo la tiranía de Pinochet,
Chile había sido su laboratorio experimental.
Como narra el sociólogo mexicano Fernando Escalante Gonzalbo en su libro
Historia mínima del neoliberalismo,
esta corriente de pensamiento que surgió en los años 30, aprovecha ciertas
debilidades del estado de bienestar surgido en la posguerra europea y se ve
potenciado por los gobiernos de Tatcher y Reagan, para luego, tras la caída del
Muro y la consolidación del consenso de Washington en los 90, convertirse en el
pensamiento hegemónico de la globalización.
Su fundamentalismo de mercado pasa de ser una teoría económica, considerada
pseudociencia por filósofos como Mario Bunge, a expandirse como una ideología
todo terreno.
Esta ficción llamada
neoliberalismo ni siquiera pudo ser enterrada por la crisis económica de 2008,
al parecer según dicen algunos gurúes de la opinión, porque no existen
alternativas. Y es posible que tengan
algo de razón, a pesar de que ya hay propuestas alternativas fuertes como las
de Piketty que mencioné en la pasada columna. Y es precisamente el trabajo de Piketty y
otros economistas de la misma línea los que muestran con cifras cómo 1980 marca
un punto de inflexión en la distribución del ingreso y de la riqueza, un viraje
en dirección a la concentración y la desigualdad en significativa correlación
con el predominio de la conservadora ideología neoliberal.
La carencia de alternativas al
neoliberalismo está asociada a la orfandad de teoría en que cayó buena parte de
la izquierda global a partir de la crisis y decadencia del marxismo a finales
de los años 70, un vacío que permitió el auge de una serie de formas
oscurantistas de pensamiento, como el posmodernismo a nivel intelectual y el
pensamiento mágico a nivel popular.
Uno de esos casos, que merece más
estudio, fue la invasión evangélica a la otrora católica América Latina agenciada
desde el sur de Estados Unidos con fines de lucro y de dominación política
alineada con el partido republicano. Por
ejemplo, vimos como desde los años ochenta el magisterio sindicalizado pasó de
tener una formación materialista dialéctica a ser dominado por un
adoctrinamiento evangélico premoderno, con todo lo negativo que eso implica en
la formación de las nuevas generaciones.
En el propio campo religioso, los hechos muestran que en el continente la
teología de la liberación languideció y las sectas evangélicas proliferaron.
En los movimientos de izquierda
observamos cómo la confusión y dispersión ideológica llevó a refugiarse en
microcosmos identitarios y miradas introvertidas, sobrevalorando la mera
resistencia defensiva de supervivencia, fragmentando y debilitando al
movimiento popular. Por eso ya no hay
continentes de izquierda, sino archipiélagos, movimientos constituídos por
amalgamas de minorías. En muchos de
estos sectores es notoria la renuncia a un horizonte progresista humanista universal. No es de extrañar que los encuentros del Foro
Social Mundial sean como una torre de Babel y su consigna central se limite a
la tesis vacía “Otro mundo es posible”.
Ante lo cual toca preguntar: “Sí, pero ¿cuál?”.
En resumen, 1980 es la bisagra de
cinco cambios históricos de impacto global:
-La democracia liberal gana la guerra fría al
modelo soviético de socialismo de estado.
-El estado de bienestar, exitoso proyecto
socialdemócrata de posguerra, es desmantelado por el
neoliberalismo que se
impone como ideología hegemónica.
-La revolución digital es el eje de la tercera
revolución industrial y genera un nuevo tipo de
capitalismo postindustrial, la
sociedad de la información y el conocimiento.
-El Este Asiático irrumpe como nueva potencia
económica mundial.
-La orfandad de teoría se apodera de las
izquierdas y diferentes formas de oscurantismo se infiltran en los movimientos
sociales y políticos alternativos.
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