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sábado, mayo 02, 2020

1980, el año en que todo cambió


Si quieres entender el 2020 debes conocer 1980, el año que partió en dos la historia de la civilización global que surgió a partir de la posguerra.  Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.  Y ahora, con unos añitos más y unas cuantas canas (muy pocas, la verdad), podemos ver lo que en su momento no vimos. 

En 1980 todo era euforia.  Aún resonaban los ecos de la victoria vietnamita contra el ejército más poderoso del mundo.  La revolución sandinista, cuya fulgurante ofensiva final escuchamos en directo por radio de onda corta, acababa de triunfar.  Con el liderazgo de Omar Torrijos, Panamá recuperaba la soberanía sobre la zona del canal.  La revolución salvadoreña se veía inminente con el FMLN a la cabeza.  En Colombia, el M19 se había tomado la embajada de la República Dominicana y un hervidero de pañuelos blancos lo saludaba en su salida triunfal, el movimiento estudiantil, liderado por la FEUV, ascendía vertiginosamente en su movilización contra la reforma universitaria, los movimientos cívicos explotaban en paros, barricadas y tomas por doquier, y el sindicalismo parecía avanzar, por fin, hacia la ansiada unidad.  El fervor por los derechos humanos se elevaba en oleadas al mismo tiempo que se agudizaba la represión, la tortura y las desapariciones en un régimen militarista enmarcado en el estado de sitio permanente y el estatuto de seguridad. 

Todo parecía posible y el sueño de una patria digna, justa, libre y democrática sembraba de maestra vida a una juventud que escuchaba a Pablo pueblo, hijo del grito y la calle.  Una juventud que no quería escoger entra la navaja y el plástico y que gozaba como pagano el sonido bestial que estremecía La Casita de Paja, La Cien o Tintindeo.

Entre brumas recordamos el dulce aroma de la llanta quemada que perfumaba la atmósfera de los ochenta, pero el signo de los tiempos señalaba contravía.  Un par de años antes, Albino Luciani, recién nombrado soberano de un diminuto país denominado Vaticano, murió súbitamente, algunos dicen que fue asesinado, y en su reemplazo el cónclave designa al polaco Karol Wojtyla, con la misión, más geopolítica que divina, de romper el eslabón débil de la cadena soviética en la Europa Oriental.  Un año después llega al 10 de Downing Street Margaret Tatcher y en el siguiente es elegido el actor Ronald Reagan en EEUU.  Se configura así un poderoso triunvirato de ultraderecha en el Atlántico Norte, mientras en el otro polo de la guerra fría el asunto se calienta con la invasión de Afganistán por la URSS y la masificación del sindicato Solidarnosc en Polonia.  En otra esquina, Deng Xiaoping consolida su poder en la China milenaria e inicia una sorprendente reconversión radical del sistema económico que tendrá un impacto decisivo en el siglo XXI. 

Del puente para allá está Brézhnev, del puente para acá está Ronald Tatcher, alias Margaret Reagan, y en el medio de los dos, pasan Francois Miterrand y Felipe González, con rumbo al estado de bienestar… en teoría.  Queda servido pues el tinglado geopolítico de la recta final de la guerra fría.  La madre de todas las batallas está por empezar.

Pero la dinámica geopolítica, es como un iceberg en un mar tormentoso.  La mayor parte de su masa está bajo la superficie de las olas, aunque nunca a la manera ingenua como suelen elucubrar gratuitamente los conspiranoicos al practicar su deporte favorito.  En esos años agitados pasaban muchas cosas que nosotros, los de entonces, no alcanzábamos a entrever.  Por ejemplo, en el mundo de las ideas, que nada tiene de platónico, poderosas corrientes submarinas arrastraban al iceberg hacia destinos inimaginables.  Ahora, con 40 años de distancia, podemos desentrañar esos procesos subyacentes y para ello enfocaremos dos niveles de análisis.    

Primero, el nivel de la realidad objetiva o de primer orden. 

En los últimos siglos la tecnociencia se ha convertido cada vez más en el factor determinante de la evolución de la sociedad humana, pues como decía Francis Bacon,”el conocimiento es poder”.  El control de la realidad objetiva se define en el silencio de los laboratorios y en el diálogo crítico de los científicos.  Los poderes mundanos astutos procuran por tanto instrumentalizar a la ciencia mientras los sectores sociales y políticos más confusos caen en la estupidez de darle la espalda, brindando en bandeja de plata el factor decisivo a sus oponentes. 

Para 1980 la “era atómica” y la “era espacial” ya estaban siendo opacadas por la “era digital”, que potenciaba el despegue de la tercera revolución industrial.  Un nuevo tipo de capitalismo postindustrial se forjaba alimentado por la revolución digital: internet, telemática, robótica, inteligencia artificial.  El manejo de los bits definía el futuro.  La batalla era entre de seres de carbono, pero las armas eran de silicio.  Y la victoria fue para Silicon Valley y sus equivalentes en Europa Occidental y en un nuevo territorio que irrumpe como potencia económica: el Este Asiático.  (Nota: poco se ha analizado sobre el impacto de la revolución digital en el derrumbe del bloque soviético o en la derrota parcial de las FARC en Colombia).

En segundo término  está el nivel de la realidad intersubjetiva o de segundo orden. 

Como todos sabemos las guerras también se libran en el terreno de las ideologías.  O de las creencias, culturas, imaginarios, ficciones en suma.  En las facultades de economía de los años 70 ya se hablaba del “monetarismo”, de la “escuela de Chicago” y en 1976  Milton Friedman ganó el Nobel.  Bajo la tiranía de Pinochet, Chile había sido su laboratorio experimental.  Como narra el sociólogo mexicano Fernando Escalante Gonzalbo en su libro Historia mínima del neoliberalismo, esta corriente de pensamiento que surgió en los años 30, aprovecha ciertas debilidades del estado de bienestar surgido en la posguerra europea y se ve potenciado por los gobiernos de Tatcher y Reagan, para luego, tras la caída del Muro y la consolidación del consenso de Washington en los 90, convertirse en el pensamiento hegemónico de la globalización.  Su fundamentalismo de mercado pasa de ser una teoría económica, considerada pseudociencia por filósofos como Mario Bunge, a expandirse como una ideología todo terreno.

Esta ficción llamada neoliberalismo ni siquiera pudo ser enterrada por la crisis económica de 2008, al parecer según dicen algunos gurúes de la opinión, porque no existen alternativas.  Y es posible que tengan algo de razón, a pesar de que ya hay propuestas alternativas fuertes como las de Piketty que mencioné en la pasada columna.  Y es precisamente el trabajo de Piketty y otros economistas de la misma línea los que muestran con cifras cómo 1980 marca un punto de inflexión en la distribución del ingreso y de la riqueza, un viraje en dirección a la concentración y la desigualdad en significativa correlación con el predominio de la conservadora ideología neoliberal.

La carencia de alternativas al neoliberalismo está asociada a la orfandad de teoría en que cayó buena parte de la izquierda global a partir de la crisis y decadencia del marxismo a finales de los años 70, un vacío que permitió el auge de una serie de formas oscurantistas de pensamiento, como el posmodernismo a nivel intelectual y el pensamiento mágico a nivel popular. 

Uno de esos casos, que merece más estudio, fue la invasión evangélica a la otrora católica América Latina agenciada desde el sur de Estados Unidos con fines de lucro y de dominación política alineada con el partido republicano.  Por ejemplo, vimos como desde los años ochenta el magisterio sindicalizado pasó de tener una formación materialista dialéctica a ser dominado por un adoctrinamiento evangélico premoderno, con todo lo negativo que eso implica en la formación de las nuevas generaciones.  En el propio campo religioso, los hechos muestran que en el continente la teología de la liberación languideció y las sectas evangélicas proliferaron. 

En los movimientos de izquierda observamos cómo la confusión y dispersión ideológica llevó a refugiarse en microcosmos identitarios y miradas introvertidas, sobrevalorando la mera resistencia defensiva de supervivencia, fragmentando y debilitando al movimiento popular.  Por eso ya no hay continentes de izquierda, sino archipiélagos, movimientos constituídos por amalgamas de minorías.  En muchos de estos sectores es notoria la renuncia a un horizonte progresista humanista universal.  No es de extrañar que los encuentros del Foro Social Mundial sean como una torre de Babel y su consigna central se limite a la tesis vacía “Otro mundo es posible”.  Ante lo cual toca preguntar: “Sí, pero ¿cuál?”. 

En resumen, 1980 es la bisagra de cinco cambios históricos de impacto global:

-La democracia liberal gana la guerra fría al modelo soviético de socialismo de estado.

-El estado de bienestar, exitoso proyecto socialdemócrata de posguerra, es desmantelado por el
neoliberalismo que se impone como ideología hegemónica.

-La revolución digital es el eje de la tercera revolución industrial y genera un nuevo tipo de
capitalismo postindustrial, la sociedad de la información y el conocimiento.

-El Este Asiático irrumpe como nueva potencia económica mundial.

-La orfandad de teoría se apodera de las izquierdas y diferentes formas de oscurantismo se infiltran en los movimientos sociales y políticos alternativos.      


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