Hace pocos días acabé el texto de
Jimena Canales sobre Einstein y Bergson. Las recensiones hay que escribirlas
cuando la lectura aún está fresca, así que aquí va una reseña algo extensa pero
de elaboración rápida.
Leí el texto de la historiadora
mexicana porque ví en medios y redes algunas críticas y comentarios
positivos. Al parecer ha tenido acogida.
Además, la historia de la ciencia y de la filosofía hace parte de mis intereses
intelectuales y en ese marco he trabajado el caso de Albert Einstein, su obra y
la física relativista (ver otras entradas de este blog). Sobre Bergson, en cambio, conozco poco, pero
el tema de la concepción del tiempo, que es la columna vertebral del libro,
resulta fascinante.
La portada trae una frase que no
sé si es subtítulo o epígrafe, la cual dice: “Albert Einstein, Henri Bergson y
el debate que cambió nuestra comprensión del tiempo”. De entrada aflora aquí el problema más
protuberante del texto: exagerar la importancia de ese debate el 6 de abril de
1922 entre un filósofo famoso y consagrado con un joven físico que acababa de
saltar a la fama. Todo el libro es un
intento por darle a ese debate una trascendencia histórica, pero no lo
logra. No convence. No es casual o circunstancial que ese debate
haya sido olvidado, pues a todas luces es una discusión obsoleta y superada, a
menos que a estas alturas del siglo XXI uno sea un creyente o un filósofo
subjetivista, irracionalista e idealista y además anticientífico (o ignorante
de la ciencia). Resucitar ese cadáver
justo cuando se va a cumplir el centenario es un buen truco editorial y quizás
pueda anotarse un éxito de ventas.
Pero el asunto va más allá. Sostengo que la tesis central del texto no es
que ese debate fue de importancia trascendental y que cambió nuestra concepción
o comprensión del tiempo, sino otra aún más exagerada: que el debate está
abierto, que sigue vigente, y que la filosofía de Bergson tiene
actualidad. Es decir, el libro, que se
presenta como de historia de las ideas científicas y filosóficas, termina
siendo un texto de filosofía actual donde la historia es instrumentalizada para
sostener la tesis de la vigencia de unas ideas equivocadas. Ese giro me hizo sentir estafado, aunque eso
no es más que un sentimiento subjetivo de mi parte frente a las expectativas
que tenía. No me atrevo a calificar de deshonesta
esa envoltura, pero sí creo que la historiografía debe evitar los anacronismos
y ser clara en sus propósitos. Entonces,
además de exageración hay un claro sesgo bergsoniano o pro-Bergson. La autora se convierte en la abogada de
Bergson, sólo que su estrategia de defensa es recrear la historia con criterio
selectivo y utilizando la figura de Einstein de señuelo.
Historiografía de diatribas
En su ejercicio historiográfico
la autora se concentra en las críticas, resistencias y diatribas que recibieron
las dos teorías de la relatividad en las primeras décadas del siglo XX. Es un tema interesantísimo desde el punto de
vista histórico. Como suele suceder con
toda teoría revolucionaria que choca contra formas de pensar muy enraizadas, su
aceptación se hace lenta y difícil. De ahí
que Kuhn y otros han recalcado que a
veces se necesita el relevo generacional para que el nuevo paradigma
predomine. En el caso de la TGR (Teoría
General de la Relatividad), como se sabe, las pruebas experimentales que
corroboraron sus predicciones se produjeron en su mayoría después de la muerte
de Einstein. Al comienzo, la nueva base
empírica de la TGR que marcaba la diferencia con la teoría de la gravitación
clásica de Newton fueron tan sólo la precesión del perihelio de Mercurio y las
mediciones del cambio de posición aparente de las estrellas visibles cerca al
Sol durante un eclipse total realizado por un equipo dirigido por Eddington en
mayo de 1919 en África y Suramérica. Ambas
mediciones son difíciles y susceptibles a error, generando dudas hasta que no
se repliquen al cabo de décadas. Esta
debilidad empírica inicial es explotada a fondo por la autora, y si bien es
pertinente para conocer la situación en los años 20 del siglo pasado, el hecho
fundamental es que tal debilidad fue superada con creces al pasar las décadas,
algo que la autora no valora.
Debido a lo anterior considero
que este libro es peligroso para un lector que no sea conocedor de la
Relatividad, su poderosa base empírica y su exitosa historia. Un lector inocente podría quedar con la idea
de que la Relatividad, tanto la Especial como la General, no son conocimiento
supremamente sólido, de lo mejor que tiene la ciencia actual. En parte esto sucede por el sesgo de la
autora al trabajar con un enfoque de historia externa, exagerando su
relevancia, y descuidar casi por completo la historia interna que es la
determinante en la ciencia. La externa se refiere al contexto histórico, tecnológico,
social, político, religioso, étnico y personal, mientras la interna es la que
aborda la propia problemática científica, en este caso en la física. En lo externo puede incluirse la filosofía de
la época. Al hacerlo, la autora confunde
el contexto de descubrimiento con el contexto de justificación. Es cierto que esta dicotomía fue criticada, y
que ya no se puede asumir ingenuamente esa distinción, pero no considero que
haya sido invalidada en absoluto (asunto que podemos discutir en otro momento:
precisamente la Relatividad General es un buen ejemplo del desfase temporal
entre el descubrimiento y la justificación tardía). De hecho, una característica de la ciencia es
que sus teorías no son de autor, es decir, pueden originarse en un autor pero
terminan con vida independiente, a diferencia de lo que suele suceder en
filosofía e incluso en ciencias sociales.
El texto insinúa un
enfrentamiento entre dos bandos, los físicos y los filósofos, para luego
aclarar que no es así, que había, como es apenas obvio, científicos contrarios
a Einstein y filósofos a su favor. Otra
cosa es que en el debate Einstein se afincaba en la física y descalificaba la
filosofía (por lo menos la de Bergson, con la frase lapidaria “el tiempo de los
filósofos no existe”), mientras que Bergson sabía que no tenía argumentos
científicos contra Einstein y entonces se atrincheraba o se refugiaba en la
filosofía, como dominio propio y ajeno al del científico. Un viejo truco que viene desde los tiempos de
Galileo y Descartes hasta Duhem y Bergson (también lo usa Stephen Jay Gould en
su tesis de “los dos magisterios”).
Estoy de acuerdo en que la ciencia no agota el conocimiento y que aunque
desplaza a la filosofía en algunos temas, ésta sigue siendo necesaria. Sí, pero
no cualquier filosofía. Una buena
filosofía en esta época no choca contra la ciencia, sino que interactúa con
ella. Es lo que llamamos Filosofía Científica.
Una filosofía que ayuda a fundamentar mejor la ciencia y que mira más
allá de los estrechos marcos especializados de las disciplinas. De ahí la necesidad de trabajar semántica
filosófica, ontología y epistemología en consonancia con la ciencia y en
especial con la física fundamental (Relatividad, Cuántica y Termodinámica).
Otro recurso que aprovecha la
autora es también muy interesante en el plano histórico, pero de nulo valor
como argumento en una discusión actual.
Es el hecho de que los principales predecesores de la Relatividad como
Lorentz, Poincaré, Michelson, Mach, nunca la aceptaron, con diversos argumentos
(para mí estos son los capítulos más interesantes). Lo que no dice la autora es que hoy sabemos
que esos argumentos eran equivocados y que Einstein tenía razón, porque supo
ver lo que otros no vieron.
En esta misma dirección está el
caso de Eddington que fue quien catapultó a Einstein a la fama y apuntaló su
teoría con sus mediciones, pero que luego fue confuso en su posición filosófica
al examinar las implicaciones profundas de la teoría sobre la concepción del
espacio-tiempo-gravedad. Otro caso fue
Bridgman, a quien se suele considerar el gran defensor del operacionalismo, una
forma específica de empirismo. Cuando
Einstein creó la TER (Teoría Especial de la Relatividad) utilizó el
razonamiento operacionalista con relojes, trenes y “rayos” de luz. Pero en ese mismo proceso, Einstein usó una
vía racionalista axiomática, un racionalismo que luego se hizo más evidente en
la TGR. Bridgman nunca digirió este
racioempirismo einsteiniano. Peor para
él.
Asimismo Canales rescata del
olvido a una serie de personajes que armaron diatribas contra Einstein, pero la
conclusión que uno puede sacar de esos capítulos es que tales personajes tenían
un olvido bien merecido, pues sus diatribas carecen de valor. Esto contrasta
con notorias e imperdonables ausencias, tanto en el campo científico como
filosófico. Por ejemplo, hay un breve
capítulo sobre la cuántica, que es utilizado para hablar de la polémica
posición de Einstein frente al indeterminismo y el azar, pero curiosamente no
se menciona a Dirac y al empalme entre la cuántica y la TER, es decir, no se
habla de los desarrollos cuántico-relativistas. Tampoco se habla del denominado
“principio de indeterminación” que asocia las magnitudes de tiempo y energía. En el campo de la filosofía apenas hay un
capítulo muy breve y superficial dedicado al empirismo lógico con énfasis en
Reichenbach. De Popper ni se habla.
Bertrand Russell sí es mencionado, pero mucho menos que Whitehead, a
pesar de Russell lo dejó muy atrás en talla filosófica. También menciona a
Quine, pero de una manera poco integral, sesgada. En últimas, la autora practica el cherrypicking, armando un popurrí de
diatribas (actualmente obsoletas) que pareciera que buscan sembrar la duda
anti-Einstein.
Física relativista
No obstante, al lector avezado le
surgen, más bien, dudas sobre la comprensión y competencia de la autora en
temas de física relativista. En su extensa bibliografía aparece Tim Maudlin, pero
no pareciera haberlo leído. De hecho, si
alguien escribe un libro filosófico sobre el tiempo, su obligación ineludible
es la interlocución con filósofos de la física, cosa que Canales no hace. Y
éste es otro sesgo marcado: la autora definitivamente está alineada en la
“filosofía continental” y distanciada de la denominada “filosofía
empírico-analítica” (ambas etiquetas son pésimas, pero la división en esas dos
vertientes más o menos refleja la realidad del campo filosófico; por cierto,
Canales menciona brevemente esta división tradicional).
Las consecuencias se observan en
el tratamiento de los temas de física.
Un caso es la famosa “paradoja de los gemelos” que aparece en
abundancia, pues ocupó un lugar central en la discusión, especialmente por
parte de Paul Langevin, amigo de Einstein.
Pues bien, la tal “paradoja” hace rato dejó de ser tal y perfectamente
serviría para evidenciar que en el debate de hace un siglo Einstein tuvo razón y
Bergson estaba equivocado. En resumen, la
situación de los gemelos no es simétrica, el gemelo viajero (a velocidades
significativamente altas) sí envejece menos que el gemelo sedentario. Hoy
sabemos de sobra que el tiempo (su magnitud) es relativo dependiendo de la
gravedad y de la velocidad de los sistemas de referencia en comparación y que
eso afecta todo, desde las partículas subatómicas hasta los organismos vivos
(uno de los puntos donde Bergson se equivoca debido a su filosofía idealista y
subjetivista). La autora incluso
menciona de paso la tecnología de GPS, cuando debería subrayarla pues muestra
la potencia de las dos teorías relativistas.
Desde luego es válido e interesante recrear las dudas y exploraciones
del asunto hace cien años, pero no dejar en el aire la sensación de que el
asunto sigue abierto.
Otro caso es el de la velocidad
de la luz y el uso privilegiado que hace Einstein de los “relojes de luz”. Los cuestionamientos a este lugar que ocupa
la velocidad de la luz como constante fundamental de la naturaleza tenían
sentido en aquella época pero no ahora.
Ya mencionamos que Einstein usó una estrategia en la TER, en 1905, que
desde la epistemología llamaríamos racioempirista. Esto es apenas una muestra de algo profundo
que hay que entender: Einstein no sólo hizo una revolución en la física sino
además en la filosofía. Al lado de su
operacionalismo de los conceptos (por ejemplo el concepto de “simultaneidad”),
en la argumentación su punto de partida fue axiomático y, por ende,
racionalista. Einstein comprendió que
había tres axiomas que no se sostenían en conjunto: el principio de relatividad
de Galileo, el espacio y tiempo absolutos de Newton y la velocidad de la luz
constante de Maxwell. Einstein (influido
por Mach) se queda con Galileo y Maxwell y rechaza a Newton en ese punto. Increíblemente la autora no menciona a
Maxwell, cuya teoría debería ser epicéntrica cuando el tema es la velocidad de
la luz. Los axiomas son postulados, pero
en este caso el postulado proviene o se fundamenta en otra teoría bien
probada. Lo que Einstein descubrió fue
algo asombroso: que en el universo hay una velocidad
límite. Que esa velocidad sea la de
la luz proviene de que el fotón carece de masa en reposo, pero eso se
aprendería después con el desarrollo de la mecánica cuántico-relativista. Hoy sabemos que toda partícula sin masa en reposo
se moverá a la velocidad límite, donde el tiempo no transcurre, como es el caso
de la luz y de las ondas gravitacionales.
Así que los “relojes de luz” sí son privilegiados, por más que le choque
a Bergson. La posición de Einstein fue
clara y acertada. Ahora bien, si lo que
se quiere cuestionar es por qué la velocidad límite tiene ese valor y no otro,
más allá de Maxwell, entonces toca recordar que eso es muy común en la física. Hay más de 25 constantes en la física que
entran en la teoría como datos pues sus valores no se derivan de la propia
teoría. No puedo extenderme demasiado
para no alargar lo que apenas pretende ser una reseña sucinta, así que
simplemente concluyo que el tratamiento al tema de la constancia de la
velocidad de la luz es insatisfactorio, aunque la autora aporta detalles
informativos curiosos e interesantes, pero no precisamente relevantes.
Ese punto de qué es lo relevante
a la hora de debatir sobre concepciones del tiempo es clave. Desde luego el criterio de relevancia depende
de nuestro conocimiento actual y también de nuestra posición filosófica. Por ejemplo, Canales, siguiendo a Bergson, le
da gran relevancia a tecnologías de la época, como el cinematógrafo. Sin duda la tecnología de la época tiene una
influencia heurística en los creadores y descubridores y un impacto directo en
las posibilidades experimentales. Pero
la justificación de una teoría sólo depende de la tecnología en el segundo
aspecto, o sea en lo experimental. El
impacto de la tecnología en el arte y la cultura popular es poco relevante para
la ciencia. Einstein se inspiró en
trenes y ascensores, espejos, relojes y linternas, las propuestas inventivas
que atendió en la oficina de patentes ayudaron a su imaginación y razonamiento,
pero a la postre ni la TER ni la TGR dependen de tecnologías específicas. Ese conocimiento sobre la naturaleza no es
relativo a la tecnología de la época.
Más bien, al revés, ese conocimiento ayudó al desarrollo de nuevas
tecnologías. En mi concepto la autora
exagera la relevancia de la tecnología en cuanto a los temas que estaban en
discusión. Por ejemplo, el cinematógrafo
nada tiene que ver con la justificación de la Relatividad. Sí es pertinente hablar del desarrollo de
nuevos aparatos sensores o de medición automatizados, para enfatizar, en el
marco del debate y del contexto de descubrimiento, que el observador humano es
prescindible y hasta ahí (otro punto en que Einstein tenía razón). Esto nos
lleva a la dicotomía entre tiempo físico
y tiempo psicológico (no mencionaré
el tiempo histórico que es de índole narrativa y cultural, un tema más alejado).
De acuerdo a nuestro conocimiento
actual, la especie humana es un producto evolutivo de reciente aparición en un
universo que lleva en expansión 13.800 millones de años. El género Homo surgió hace unos 3 millones de
años, el Homo Sapiens hace unos 300.000 y la civilización hace unos 5 mil años. La existencia de la materia, la energía, el
espacio y el tiempo antecedió en mucho a la humanidad y, por ende, no dependen
en absoluto de la conciencia humana o de los vaivenes civilizatorios. El tiempo objetivo es una realidad física
anterior al humano, por lo que es objeto de estudio de la física. Tema distinto es la percepción por parte de
animales de esa realidad física que llamamos tiempo. A la percepción del tiempo por el animal
humano la llamamos tiempo psicológico, para diferenciarla del tiempo en sí o
tiempo físico, aunque deberíamos denominarlo tiempo neuropsicológico o
biopsicológico, pues la percepción es ante todo un fenómeno biológico que
involucra los órganos de los sentidos y el SNC (Sistema Nervioso Central). Este
tiempo psicológico es estudiado por la neurociencia y la psicología
experimental.
Para Bergson, según el libro de
Canales, el tiempo físico del que hablaba Einstein en su teoría podría afectar
relojes, pero no a los seres vivos, orgánicos y menos a la conciencia. Grave error, pues el tiempo físico afecta a
todos los procesos materiales y tanto la vida como la conciencia son materiales. Pero esto no podía ser comprendido por un
filósofo que partía de un idealismo religioso (y por ende equivocado) que
mitifica la vida y la conciencia.
Bergson creía en entelequias como el élan vital y el espíritu, entidades
inexistentes como se evidencia por el hecho de que la investigación científica
no sólo no ha encontrado tales entidades sino que además prescinde de ellas
para toda explicación. La Relatividad
distingue el “tiempo propio” del tiempo relativo en sus magnitudes comparables
entre dos sistemas de referencia diferenciados en velocidad y/o en
gravedad. En la percepción del gemelo
viajero y el gemelo sedentario el tiempo transcurre igual, ellos no notan nada
diferente, hasta que se vuelven a encontrar y comparan sus relojes, su
percepción del tiempo transcurrido y su envejecimiento orgánico. En tal comparación es que aparece la
diferencia que nos permite afirmar con fundamento que el tiempo es relativo.
Estos aspectos no son aclarados
por la autora, pues prefiere dejarlos en la bruma. Si el libro consistiera en ponerse en los
zapatos de Bergson y en los de Einstein en 1922, de modo tal que se invite al
lector a viajar en el tiempo a esa época, hace un siglo, y entender el debate
en los términos propios de la época, entonces sería correcto no aclarar lo que
sucedió después y llegar a nuestro conocimiento actual. El problema es que la autora no se queda en
1922 sino que abarca las décadas subsiguientes hasta la muerte de Bergson en
1941 y de Einstein en 1955, y luego sigue hasta el presente, habla de Deleuze,
de los posmodernistas, de Sokal y Bricmont, insinuando que el debate sigue
vivo. Es por esto que sí constituye una falla grave no interlocutar con la
ciencia y la filosofía científica actual, aclarando cómo esos puntos de
discusión se dirimieron de manera experimental tanto en la primera como la
segunda mitad del siglo XX.
Hay desde luego temas sobre
concepción del tiempo que siguen abiertos, tres en concreto. (1) Uno es el
debate entre eternalismo y presentismo que tiene que ver con el
fluir del tiempo. Einstein defendía el
eternalismo y consideraba el fluir del tiempo -que todos sentimos- como una
ilusión, una posición que llevó a Popper a llamarlo “el Parménides del siglo XX”. La detección de ondas gravitacionales a
partir de 2015 parece darle la razón a Einstein y a los eternalistas como
Gustavo Romero. Pero aceptemos que ese
punto sigue en discusión, pero no por Bergson, sino porque muchos filósofos
defienden el presentismo (como Bunge, por ejemplo), pues tiene un punto fuerte:
estar acorde con el sentido común. (2) El
segundo es el antiguo tema de la divisibilidad del tiempo, es decir, si es discontinuo o continuo. Para la Relatividad es continuo. Pero desde el ángulo de la física cuántica se
apuesta por la discontinuidad (ver por ejemplo los libros de Carlo Rovelli). Sin embargo, aún no existe una teoría firme
de la gravedad cuántica, por tanto no se puede afirmar la discontinuidad del
tiempo como un conocimiento científico establecido. El punto sigue en discusión y hace parte de
la contradicción entre cuántica y relatividad, un choque que se supone debe
resolverse a favor de la cuántica, algo que está por verse. (3) El tercero es la flecha del tiempo que tiene en la entropía, el decaimiento beta y
la expansión del universo tres indicadores cimentados en la física y la
cosmología. Para unos la termodinámica
es emergente, no física fundamental, pero yo estoy en sintonía con la idea
contraria: la entropía es un concepto fundamental que no sólo tiene que ver con
el calor y agregados de partículas. Esto
se ve más claro cuando estudiamos el inicio de la expansión (“universo temprano”)
con baja entropía pero muy caliente y en equilibrio termodinámico (casi).
Los tres puntos del párrafo
anterior no son los únicos que permiten problematizar la TGR. También está por ejemplo la frontera de las
singularidades en el inicio del Big Bang
y en el centro de los agujeros negros.
Son debates abiertos en pleno furor, pero Bergson practicamente nunca es
mencionado en ellos. Sencillamente, no
es relevante. Habría que ver si en
neurociencias y psicología experimental sucede lo mismo. Sospecho que sí, pero dejo al lector la tarea
de revisar esa literatura.
El lado bueno del libro
A pesar de los profundos defectos
mencionados, el libro contiene información abundante sobre detalles de la
época, digamos de las primeras tres décadas del siglo XX. Se apoya en una amplia bibliografía y creo
que sí hay un esfuerzo serio de documentación.
A veces hasta se pasa en la información, exhibiendo minucias del nivel
de los chismes. ¡Hasta la próstata de
Poincaré aparece en ese libro!
Al centrarse en historia externa,
Canales examina aspectos como la cuestión judía de entonces (los dos
protagonistas eran judíos), el sionismo, la iglesia católica, las guerras
mundiales y la entreguerra, la política, los nacionalismos, las nuevas tecnologías
de entonces, la atmósfera cultural, diversas corrientes filosóficas, el
tratamiento mediático y múltiples alusiones al entorno personal de los protagonistas. Por ejemplo, parece haber una intención de
mostrar a Einstein como un vanidoso, un tipo siempre pendiente de su imagen,
como si ello tuviera relevancia frente al tema de fondo. Todo ese recorrido sinuoso por recovecos de
época, hacen del libro un laberinto narrativo, a ratos entretenido, pero no
libre de sesgos. Llamar “secuaces” o “esbirros”
a los defensores de alguno de los protagonistas no es apropiado e incluso
contradice su propósito de darle nivel de trascendencia al debate de 1922.
Invito a leer el libro de Jimena
Canales, aunque sólo sea por el aspecto informativo de época. Y que esta reseña sirva como advertencia para
que el lector esté en guardia y no caiga en el juego de vueltas y más vueltas
de la autora, no sea que termine mareado y tragándose el cuento de la vigencia
de Bergson.