Primera parte
Pasada la semana de los premios
Nobel vale la pena echar un vistazo sobre estos reconocimientos que, dígase lo
que se diga, siguen siendo los más importantes a nivel mundial. De ahí la necesidad de esta doble columna en El
Unicornio. Hoy vamos con la primera
parte, mañana con la segunda para degustar mejor el festivo.
Sin contar el “premio Nobel de
paz” que es político y lo otorga Noruega, los premios Nobel son cinco: tres en ciencias
naturales (teniendo en cuenta que la medicina es una tecnología que se soporta
en la biología); uno para la más matemática de las ciencias sociales, la
economía; y el quinto para una de las bellas artes, la literatura. De los de ciencia, Colombia va invicto, con
cero premiados desde 1901.
Este año hubo 11 ganadores, nueve
hombres y dos mujeres. Seis ganadores, o sea más de la mitad, son
estadounidenses, de las principales universidades norteamericanas que no
necesariamente pertenecen a la Ivy League. Dos son de Francia, y tres de sendos países:
Dinamarca, Suecia y Austria. Británicos,
alemanes y asiáticos esta vez brillaron por su ausencia, como siempre brilla el
tercer mundo con el esplendor del subdesarrollo. De los 11 ganadores, cinco nacieron en la
década de los 40, otros cinco en la década de los 50 (todos varones boomers nacidos entre 1953 y 1955) y
sólo una maravillosa jovenzuela que nació en los años 60. Por otro lado, la Academia Sueca parece
estarse adecuando al correccionismo político de estos tiempos, pero a
diferencia de los medios amarillistas aquí no nos interesa la vida sexual de
los científicos.
A mis amigos literatos o
economistas no los veo muy contentos, más bien lucen indiferentes. Quizás
porque, como yo, no conocían a los premiados. Cuarenta años después de
otorgárselo a un colombiano, el de Literatura
lo ganó una francesa octogenaria, Annie Ernaux.
Menos conocida que algunos de sus rivales, como Salman Rushdie o Michel
Houllebeck, la ganadora tiene varias obras traducidas al español, pero debo
reconocer que nunca la había oído mencionar.
Ahora es que me entero que ganó el premio de la lengua francesa en 2008
y el premio Formentor 2019, así que no fue propiamente un “palo”. El de Economía,
que no lo da la Academia Sueca de Ciencias sino el Banco Central de ese país,
se lo otorgaron a investigadores del sector bancario, precisamente. Uno de ellos, el republicano Ben Bernanke,
fue presidente de la Reserva Federal de EEUU (2006-2014). Los otros dos son académicos, Douglas Diamond
y Philip Dybvig. Los trabajos que
motivaron el reconocimiento son modelos matemáticos que datan de los años
ochenta y se centran en el estudio de las crisis financieras.
Mis amigos químicos, en cambio,
sí andan contentos por el premio a la química click, que toda la prensa ha
comparado con el juego del Lego, pues ciertos módulos moleculares se enlazan
como fichas de este juego de construcción.
Sobre todo están encantados con el triunfo de la joven y popular Carolyn
Bertozzi, con apenas 56 años recién cumplidos y en cuya estantería ya no
parecen caber más premios. Pero fueron
tres los ganadores del premio de Química,
como es lo más común en los premios Nobel actuales. Sólo que este trío
pertenece a tres generaciones científicas: Barry Sharpless nació a comienzos de
los 40, el danés Morten Meldal en los 50 y la mencionada Bertozzi en los 60. El más viejo, Sharpless, es repitente, pues
había obtenido el Nobel de química en 2001 y es el auténtico padre de la
química click, es decir, del concepto y de los primeros desarrollos.
¿Y de qué click estamos hablando? Se trata de una pauta operativa para hacer
síntesis orgánica, que imita la naturaleza y es sumamente práctica, pues tiene
un amplio rango de aplicaciones. Meldal,
por su parte, logró en Dinamarca la primera reacción específica utilizando este
concepto, abriendo el camino hacia mayores aplicaciones de esta técnica. Sin embargo, los avances obtenidos por los
equipos de Sharpless y Meldal tenían el inconveniente de contener cobre, un
metal tóxico para las células, impidiendo su aplicación en el campo biomédico. Bertozzi y su equipo solucionaron de modo
ingenioso ese inconveniente con la química
bioortogonal, de manera que ahora se puede usar esta fecunda técnica en
seres vivos, ya sea para investigación o para tratamientos clínicos.
En la segunda parte de esta
columna especial veremos los premios de mayor impacto filosófico: medicina y
física. El primero cambió nuestra
concepción de la naturaleza humana y el segundo transformó nuestro entendimiento
de la realidad en su nivel más profundo.
Ah, y sabremos por fin quién fue “el genio que no ganó”.
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Segunda parte
En la primera parte de esta
columna especial vimos los premios en literatura y economía, para luego
enfocarnos en lo que fue el trabajo que mereció el Nobel de química.
Tales desarrollos de la química
bio-orgánica fueron realizados a finales de los noventa y comienzos del
presente siglo. Resulta curioso que estos avances tengan mayor impacto en la
medicina que los logros de Svante Pääbo, el sueco ganador en solitario del Nobel
de Medicina de este año. Los suecos premiaron al sueco, pero no por
rosca, como sospecharía un colombiano, pues se trata nada menos que del famoso
padre de la paleogenómica, el estudio en laboratorio del ADN antiguo. Es el
líder mundial en este campo.
Pääbo lideró el proyecto que por
primera vez secuenció el genoma de un fósil Neanderthal (2009), lo cual llevó a
la resolución de un viejo debate sobre la relación entre Neanderthales y
Sapiens, dejando en claro que sí hubo hibridación y que por tanto en los
humanos actuales, especialmente en europeos, hay genes neanderthales (alelos,
para ser exactos). Como si fuera poco en
2010 anunció otra secuenciación histórica: una falange hallada en una cueva de
Denisova, región de la Siberia rusa, muy cerca de Kazajistán y Mongolia,
correspondería a una especie desconocida del género Homo. Y esa especie, ahora
llamada los denisovianos, también se hibridó, tanto con Neanderthales como con
Sapiens, y en los humanos actuales, especialmente asiáticos, hay alelos denisovianos.
Todos estos hallazgos tienen una
tremenda importancia filosófica, pues cambian radicalmente nuestro concepto de la naturaleza humana, alejándonos de
todo tipo de esencialismo. Su
importancia para la medicina apenas se está explorando. En todo caso, quienes trabajamos en filosofía
y Gran Historia (Big History),
estamos de plácemes con el reconocimiento a una de las personas que más ha
contribuído a desentrañar la genealogía humana.
Pääbo, que es hijo de otro Nobel de Medicina, es tan merecedor del
premio que hasta ha podido ganarlo antes por su trabajo sobre la evolución
molecular del gen FoxP2, el llamado “gen del lenguaje”. Nota bibliográfica: Pääbo publicó en 2014 el
libro El hombre de Neanderthal, traducido en 2015 al español (Alianza
Editorial).
Y ahora viene lo mejor. En 2022
hubo otro premio Nobel dotado de una importancia filosófica aún mayor, si cabe.
El de Física, otorgado a un trío que
al igual que Ernaux y Sharpless, nacieron en los años cuarenta: el francés
Alain Aspect, el austríaco Anton Zeilinger y el gringo John Clauser, de los
Clauser de Pasadena.
Todo empezó con el debate
filosófico más importante del siglo XX, el cual no fue protagonizado por
filósofos, sino por científicos: Albert Einstein y Niels Bohr. Un rifirrafe de
alturas inusitadas que inició en el Congreso de Solvay de 1927 con la crítica
de Einstein a la mecánica cuántica que él mismo contribuyó a crear, a la cual
acusaba de “incompleta”. El primer round
lo ganó Bohr y el segundo en 1930 también.
Einstein ripostó en 1935 con uno de sus artículos más famosos, escrito
en inglés en conjunto con Boris Podolsky y Nathan Rosen, por lo que se le
conoce con la sigla de sus apellidos EPR y su contenido pasó a la historia como
la “paradoja EPR”. Lo que estaba en
juego era nada menos que la naturaleza de la realidad. Para Einstein y sus compañeros era imposible
la interacción instantánea a distancia como pareciera suceder en los entrelazamientos
cuánticos entre dos partículas. “Spooky action” la llamaba el genial
judío. En el lenguaje de la física
actual se le denomina “no localidad” (que sólo ocurre en ciertos fenómenos
cuánticos).
Dicho burdamente, con perdón de
los filósofos, Einstein defendía el realismo objetivo y determinista en el
marco de un programa de búsqueda de “variables ocultas”, mientras que Bohr se
alejaba de esa visión filosófica promulgando un metafísico “principio de
complementariedad” y lo que finalmente se conocería como “la interpretación de
Copenhague”, que tiene diversas versiones, unas más subjetivistas que
otras. El joven John von Neumann
aparentemente había “demostrado” en 1932 que no podía haber tales variables
ocultas.
Los físicos siguieron en lo suyo,
desarrollando nuevas teorías cuánticas y descubrimientos experimentales,
despreocupados de los fundamentos epistemológicos y ontológicos de lo que
hacían (a excepción de David Bohm), hasta que en 1964 un pelirrojo norirlandés,
John Stewart Bell, ingeniero
cuántico (como le gustaba etiquetearse), logró lo que Gary Zukav describió como
“el trabajo más importante en la historia de la física”…. ¡Nada menos!
En ese año Bell publicó en una
revista casi desconocida un artículo titulado “Sobre la paradoja EPR”, el cual permaneció desapercibido durante
años. Allí Bell cuantificó
matemáticamente las implicaciones teóricas de la paradoja EPR (la denominada
“desigualdad de Bell”) y sentó así las bases para un eventual diseño experimental. Si el experimento violaba la desigualdad de
Bell, que es lo que predecía la mecánica cuántica, Einstein estaría
equivocado. Fue precisamente ese diseño el
que lograron materializar John Clauser y otros científicos, en los años
setenta. Finalmente fue Alain Aspect
quien en 1982 -en Francia- coronó el experimento definitivo que derrota la
tesis de Einstein, al menos en el sentido de darle base empírica rigurosamente
controlada a las interacciones no locales (“spooky
actions”).
La verdad es que el debate sobre
la naturaleza de la realidad ha dado un giro, pero no se ha cerrado, como suele
pasar en filosofía. Mientras tanto, las
aplicaciones tecnológicas del entrelazamiento cuántico se hacen cada día más
importantes. Es el caso de la
computación cuántica y la invulnerable criptografía cuántica. En ese contexto entra la teleportación
cuántica que ha trabajado Zeilinger con asombrosos experimentos de orilla a
orilla del Danubio (1997) o entre La Palma y Tenerife (2012). Un sistema entrelazado sigue comportándose
como una unidad independientemente de la distancia que luego separe a sus
componentes.
Todo esto se lo debemos a John
Stewart Bell. ¿Por qué Bell no ganó el
Nobel? Lamentablemente murió de una
hemorragia cerebral a los 62 años, poco después de darle una entrevista a
Jeremy Bernstein, publicada en el libro Perfiles
cuánticos (McGraw-Hill, 1991).
Bell
no ganó el premio, pero hoy hay un premio que lleva su nombre, para trabajos
sobre fundamentos de la física cuántica.
Brindemos por el pelirrojo
genial, el ingeniero cuántico de Belfast que no ganó el Nobel. Que sea con cerveza irlandesa, Guinness. O si no con Carlsberg, la cerveza danesa de
Niels Bohr y Morten Meldal.
Publicado en El Unicornio
Octubre 16 de 2022